De repente, como si alguien hubiese encendido la luz, cayó en la cuenta. Allá por las sinuosas esquinas de su tráfago diario, entre los recovecos del laberinto de minucias en que había convertido su existencia, había perdido algo. Rebuscó sus bolsillos y no encontró su ingenuidad, sus ideales, el sentido crítico, su rebeldía ni su ecuanimidad, devorados entre la tostada matutina o disuelto en el güisqui de media noche, atrapados entre asténicos amores o envueltos en ideas de papel. El ejército de sus días desfilaba acaudillado por la simbiosis entre el odio subalterno y la moneda de curso legal, la concupiscencia de la vacación y el síndrome del retorno. Recordó otros tiempos en que su vida no era un mapa, en que el concepto felicidad no era la simple ausencia de problemas, en su arrojo ante los pies de los caballos, en jornadas damasquinadas de amaneceres de sol, tardes de idilio y noches de tormenta. Laboró mil teorías sobre el contraste, sobre el saldo entre lo perdido y ganado, hasta concluir en que no era extravío sino dilapidación, sacrificio en ‘omertá’ de valores a intereses, de espíritu a carne, de risa franca a carcajada al ascenso por ciento de interés.
Desechó como pudo esas ideas interinas, pero dos lágrimas mojaron el siguiente mordisco al bocadillo de chorizo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario