Aquella noche, el ‘Phillies’ me pareció tan bueno como cualquier otro. En un lugar donde anuncian bocadillos a 5 centavos, el whisky sería de garrafa, pero sería barato. Y yo llevaba puestos los suficientes como para no apreciar la diferencia. Además, a través de las enormes cristaleras que alumbraban la oscuridad de la calle, no vi más que un par de parroquianos, así que tampoco iban a tardar en ponerme mi próximo trago.
Entré y me senté en un taburete giratorio, junto a la barra. La fuerte iluminación y el amarillo de la pared hacían más negra la oscuridad de fuera. El camarero, de blanco inmaculado, me atendió al instante. No había whisky, sólo café. Maldije interiormente, pero no quise volver a la calle a seguir dando tumbos. Bastante malo es estar sólo, pero aún peor me pareció andar por un lugar desconocido y, además, a oscuras.
Con la taza entre mis manos observé a la pareja situada al otro ángulo de la barra. Él podría pasar por mi hermano gemelo; el mismo sombrero y un traje oscuro, casi idéntico al mío. La única, la insalvable diferencia era la pelirroja despampanante que se sentaba a su lado. Vestida de rojo, se observaba las unas de una mano con displicencia. Me echó una ojeada y advirtió que la examinaba con algo más que atención. Supongo que el entusiasmo de mi rostro le pasó desapercibido o que la costumbre de que la mirasen así ya no le hacía mella. El tipo de al lado ni se inmutó, parecía estar en otra parte. Ninguno de ellos había abierto la boca. Yo volví a aquello que el camarero llamaba café y que más parecía agua sucia.
Tuve la impresión de que alguien, desde detrás, me observaba con atención. Pero no había nadie más en el bar. Debía ser desde la oscuridad de la calle, a través de la enorme cristalera. Me giré, pero no vi nada. El camarero lavaba unos vasos bajo el grifo. Llevaba bordado en el gorro el nombre del bar, ‘Phillies’.
La pareja seguía allí, juntos pero sin abrir la boca. El fumaba distraídamente con la mirada perdida en lo que hacía el barman. La muñeca pelirroja seguía mirándose las uñas. Yo estaba sólo, casi perdido en una ciudad que no conocía, pero la soledad de ellos me pareció mucho más intensa que la mía. Una soledad de hartazgos compartidos, de tenerlo dicho todo, sin ganas siquiera de buscar una excusa, una frase banal que sirviese de puente. De pronto pensé que la calle no era al fin tan hosca. Y que el camarero tenía ganas de cerrar.
(Inspirado en el, para mi siempre impresionante, ‘NIGHTHAWKS’ de Edward Hopper)
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