sábado, 12 de marzo de 2011

Apuntes de viaje: Huesca


Tiene justa fama, Huesca, de ciudad tranquila, huidora del castigo del tráfico y el caos, bendecida por el silencio y la calma, recóndita en su hoya desde la que atisba, casi al alcance de la mano, las cumbres del Pirineo. Su casco antiguo, delimitado y ceñido por los Cosos Alto y Bajo, guarda la esencia de su buena gente, sobria y austera, atenta y extremadamente amable.

Mala y escasa es la piedra en sus dominios, por lo que su gótica Catedral y San Pedro el Viejo (con uno de los claustros románicos más bellos de España), sus obras más emblemáticas, sufren en sus carnes, portadas y parteluces, los mordiscos del cierzo y las lluvias, el desgaste implacable, como de lija, de sus imágenes cuyos rostros, borrosos y desfigurados, suscitan el desánimo del visitante. Si a la mala piedra y los agentes atmosféricos unimos el tradicional olvido en que tiene sumidas al resto de provincias el centralismo de Zaragoza, ciudad superficial, artificialmente henchida de sí misma, anodina casi por decreto gubernativo, el panorama no puede ser más desolador. Compensa, sin embargo, la abundancia de alabastro que, en auténtica filigrana, decora la mayoría de los hermosos retablos de sus iglesias.

Si algún lugar, para mi, refleja el espíritu bellamente austero de este lugar, es la ascética pero coqueta plaza de la Catedral con el Ayuntamiento enfrente y, formando extraño tríptico, un noble edificio que aloja una cafetería con su terraza. 'Seúl' se llama, regentado por un oriental doctorado, extraña pero meritoriamente, en gastronomía tensina. Rara mezcla, pero de indudable encanto. Todo es probar y ver.

El pulmón de Huesca, situado como debe ser, junto al corazón económico de las zonas comerciales, es el parque, el bellísimo y frondoso parque de Miguel Servet (aquél loco maravilloso a quien se le ocurrió descubrir la circulación de la sangre, y que murió quemado por ello en Ginebra por orden de Calvino) es centro de concurrencia en las horas festivas del día. En él se encuentran las famosas "pajaritas" de Ramón Acín, ese otro mártir, esta vez de la guerra civil, intelectual y pedagogo en período de rehabilitación de su memoria, cuya lástima es que se le recuerde casi exclusivamente por algo tan nimio.

No es nimia ni anodina, por contra, la representación pictórica de la leyenda de la campana de Huesca que se conserva en el Ayuntamiento de la ciudad, gracias al pincel de José Casado del Alisal, no. Y a pesar de que el artista tomó de oído el lugar en que, según la leyenda, Ramiro II el Monje acabase con la sublevación de la nobleza, que poco tiene que ver con el lóbrego sótano que se conserva en la Universidad Sertoriana, donde se asegura que ocurrieron los hechos, hay pocos que, ante tan magnífica representación de sangre derramada, no sientan el empuje de la náusea, el ansia o vómito más auténtico.

Los oscenses o tensinos, ya lo hemos dicho, son buena gente, de amable trato, llamativo acento, amantes del buen yantar, tanto que su ciudad cuenta con extraordinarios restaurantes solicitados con frecuencia por los zaragozanos. Desde las clases acomodadas, asiduos de "Las Torres" o "Lillas Pastia" (por el tabernero de la Carmen de Bizet), lujoso y demodé restaurante del Casino, a las más humildes, solícitas de las animadas cafeterías de "los porches de Galicia", pasando por el corto pero selecto número de mesones, la gastronomía local es excelente y muy imaginativa. Casi obvio resulta citar al ternasco como héroe nacional en estas lides, preparado en cien formas distintas a cual más sugerente y deleitosa. Y si el ternasco es símbolo, el Somontano es, ay, su obligada y gratísima compañía.

(2006)

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