El cementerio de mi pueblo es un cementerio alegre, pequeño y florido, donde la brisa del mar, cuyas olas retumban en el acantilado al final de sus últimas cruces, juega traviesa entre el mármol de sus tumbas. Sus escasos cipreses pierden en la competencia con ficus y naranjos, mucho más abundantes por esta tierra. Como abundantes son también, entre las fosas, los gatos, especie endémica en el camposanto, y que nadie sabe (ni se atreve a imaginar) de qué se alimenta. Tiene el cementerio una zona baja donde se entierra la gente del común, y otra, elevada en altiplano, donde reposan desconocidos héroes de las campañas de Africa o de la guerra civil, al pie de grandes cruces o en el interior de panteones, con angelotes de piedra y puertas de forja. Pero más altos aún, mucho más altos, están los pisos que construyó Comisiones, asentados sobre una pelada roca que servía de amparo de ábregos vientos.
Los "pisos de Comisiones o del cementerio" fueron sorteados hace años, y a Martina le cupo en suerte el suyo en la planta décima, la última, con vistas al mar. Bueno, vistas al mar tenía el salón, que no el dormitorio, cuya ventana asomaba directamente, cien metros de caída a pico, encima del camposanto. Por clausurarlo estuvo, mudar la cama al salón y recibir las visitas en la cocina, dejando aquél para cuarto de los trastos. Pero el marido la convenció, y durmieron allí (ella diente con diente) durante algunos años. Ahora el marido no está, murió o fue por tabaco y olvidó volver, que no estamos al tanto de esas menudencias. El caso es que Martina cerró el dormitorio, clavó la puerta y armó la cama mueble en el salón. Allí desparramó las lágrimas (que no sabemos si de pena o alegría) por la ausencia del consorte, y allí recibió la visitas de consuelo o felicitación, hasta que se presentó la Pruden. Prudencia (Pruden para Martina) supo ver lo que otros no vieron, lo que Martina ni quiso ni pudo percibir. Su despejada mente hizo conocer a su amiga que no había sabido sacar provecho del ‘mirador’ sobre el cementerio. Le demostró con evidencias que era una ventaja ver y contemplar los entierros, sin tener que bajar a la calle, ni torturarse en las penas de los demás o acudir a los oficios con la lágrima fingida en el ojo. La única desventaja era la distancia, que hacía irreconocible a mucha gente de la que acudía al sepelio. Pero eso tenía remedio.
Armada con trípode y catalejo Zeiss apareció la Pruden al día siguiente. Solo hubo de esperar el evento anunciado para las cinco, las cinco en punto de la tarde. Ajustó dioptrías, enfocó al cortejo y encajó el trípode. Era un entierro corrientito, sin esplendores, anónimo, de los de caja de pino. Pero no hay reunión de dolientes en que todos sean desconocidos, al menos en mi pueblo, y Pruden encontró material suficiente para elaborar una larga crónica de cotilleos sobre inadecuadas vestimentas, hipócritas congojas o espurios rejuvenecimientos. Aplicó Martina el ojo y notó que un mundo nuevo se abría ante ella. No perdió detalle, ni siquiera cuando, al caer la noche y con el ojo yendo del verde al morado por el exceso, adivinó parejas como sombras, que tras las cruces de los mártires de la patria, coreadas por gatunos maullidos, practicaban un amor de intemperie, con el culo al aire.
Y Martina, que durante meses no había ventilado el cuarto por temor a que cadáveres eviscerados se le colasen por la ventana empujados por los vientos de poniente, o la ceniza de los héroes se le depositase en los muebles, cambió las telenovelas de la tarde y las jaurías del teletomate por la beatífica visión de los cortejos fúnebres, de los evadidos de este mundo, de los lutos de última hora fabricados a toda prisa con tintes Iberia.
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