sábado, 12 de marzo de 2011

La "quería"

(A mi paisa Sap, primo y compañero de aventuras antropomágicas en Sevilla, en justa correspondencia.)

Uno en el fondo, duro es confesarlo y más en público, no es más que un tradicionalista (aunque no de las JONS). Por ejemplo, sigue pensando que los jamones hay que comprarlos en San Eloy, el más exquisito café lo sirven en Catunambú, las mejores ofertas de libros están en el Continglés (salida a Alfonso XII) y para tortas, las de Inés Rosales.

Cumpliendo religiosamente alguna de esas tradiciones me encontraba hace pocos  días, cuando por la Campana, esquina a Sierpes, y saliendo de una más que famosa confitería, veo a una señora muy mayor, anciana casi, pero tiesa como una vara de fresno, elegante y bien vestida, que, a pesar de sus huesudos pómulos y cuello de sarmiento, reconocí en seguida: “¡Joder, la Paloma!”.

Hace muchos años viví en un pueblo de Sevilla cuyo nombre no pondré aquí para evitar innecesarios mosqueos, porque la historia es real como la vida misma. Me llamó la atención a poco de vivir allí, la cantidad de señores que, además de la esposa, tenían otro consuelo para sus penas, otro abrigo para sus fríos y otra cama para su descanso. Lo más extraño de todo es que esos affaires eran de público conocimiento, ya que el pueblo, además de pequeño, tenía su ágora y su casino, aparte de un par de barberías de caballero por una de señoras, en que se editaba el boletín oficial, si bien fuese virtual, pero con la misma inconcusión que el que se imprime, a diario, en la calle Trafalgar de Madrid.

Según pude comprobar más tarde, la única regla, no escrita, era que la nueva hurí tenía que ser soltera o viuda, o sea, libre para elegir y/o ser elegida, aunque con mayor frecuencia lo segundo que lo primero. Es posible que los más pudientes y recatados, eligiesen dicho consuelo en algún pueblo vecino, pero no era la norma. Privaban con diferencia las nativas, las oriundas, lo que parece contradecir cualquier regla de prudencia, pero tenía su aquél.

Supongo que la cosa comenzaría con una cierta desgana en el matrimonio. Entonces el hombre encontraba donde fuera a la moza apetecible para él, y tras una mirada, unas palabras y un ‘pelar la pava’ en tan peculiares circunstancias, se anudaba el lazo. Los más pudientes ponían casa (que no piso, ya que eso no existía en el pueblo) a su amada amante, e incluso cargaban a su costa con la posible prole anterior de la misma. Es lógico pues que, en muchos casos, la chica obtuviese no digo ya el doctorado, sino plaza en propiedad sin un solo examen. Hoy se diría que ‘le había tocado la Primitiva’, pero en aquellos tiempos eso no existía tampoco.

En casa del tenorio las cosas se veían de otra manera: primero, consternación, disgusto (sin amenazas, oye, que ahí te quedas), luego un primer síntoma de resignación con calificativo hacia la advenediza: ‘la querindonga’. Al final, la resignación completa (total, si eso en este pueblo es como la lluvia en Galicia).

Más curiosa, mucho más, era la posterior evolución, ya que tras cierto tiempo, ‘esa’ era como parte ya de la familia, si bien jamás pondría los pies la una en casa de la otra. Lo que no evitaba, sin embargo, que se cruzasen por la calle o se encontrasen de vez en cuando en la pescadería, acabando con un “No te lleves la merluza, que huele”, e incluso ayudándose en multitud de ocasiones.

Item más: mis ojos y oídos fueron testigos alguna vez de singulares encuentros en la tercera fase, entre dos esposas con una conversación del siguiente tenor:

-         ¡Qué! M’enterao que tu marío se ha echao una quería también, como el mío. A ver si ibas a creer que esas penas nos las da dios solo a los pobres.
-         Sí, hija, pero no vas a comparar. La de mi marío es una mujer de bandera, no como la del tuyo, esa esmirriá que parece salía de San Juan de Dios.
-         Pero al menos el mío no se deja los cuartos en ponerle casa como ha hecho el tuyo.
-         Mira, Paca, las cosas, cuando se hacen, hay que hacerlas bien. ¿Pa qué se echa tu marío una quería?, ¿para tenerla esmayá como a ti?

Y ya estaba el lío y el arrancarse los moños. Cosas por el estilo te hacen echar de menos, en esta época de progresos, una sociedad tan liberal.

La Paloma trabajaba en una fábrica, y de allí la sacó el señor dueño de un montón de olivares. Era joven y ya viuda, con un crío del anterior matrimonio que rondaría los 6 años. Eso sí era una mujer de bandera, de las de verdad. Alta, espigada, con el pelo del tópico típico azabache, ojos como la noche y un garbo agitanado que cortaba la respiración. Yo era aún pequeño y empezaba estudios preparatorios del bachillerato de entonces. Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Me la señaló un amigo de camino hacia el colegio. Traía un ajustado vestido blanco con lunares negros.

-         Mira, mira, la Paloma. Dicen que mató a un tío a polvos.

Nunca olvidaré esa frase ni esa imagen. Intenté imaginarlo: morir entre las piernas de una mujer así, a causa de un goce tan intenso y tan espantoso a la vez.

En alguna ocasión y en inoportunos momentos, se me han venido a la memoria esas palabras. Por suerte, aunque a veces me ha parecido morir, siempre he sobrevivido. Por pura chiripa.

(Septiembre 2007)

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