martes, 15 de marzo de 2011

Mamen

NOTA.- Lo que sigue no es cuento. Ocurrió realmente en la fecha y lugar que indico. Solo he cambiado los nombres. Dudo que tenga interés para nadie, salvo para mi. Pero valga el colgarlo aquí aunque solo sea para que perviva un poco más en mi memoria.
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Mamen era hija del dueño del Restaurante Iruña. Cuando la conocí, hace tanto tiempo que casi marea calcularlo, trabajaba en él, como toda su familia y gozaba de justa buena fama su cocina. Eran de Tudela y habían importado al pequeño pueblo sevillano su suculenta gastronomía. La vi por primera vez cuando empezó a salir con Marcos, mi mejor amigo de aquellos remotos tiempos. Era rubia, muy rubia, con un pelo muy claro, pestañas a juego y la piel muy blanca. Como yo también comenzaba a tontear con chicas, salíamos las dos parejas rompiendo así el trío de íntimos amigos que formábamos con Luismi. Tras varios años de relaciones, inesperadamente, Mamen y Marcos se separaron por causas que nunca averigüé, y casi a la vez, los azares de la vida nos dispersaron a todos sin habernos vuelto a encontrar de nuevo.

Muchos años más tarde, gracias a Internet, logré localizarlos. Marcos y Luismi vivían y trabajaban en Canarias, mientras Mamen continuó en el restaurante del pueblo. Pude ponerme en contacto con mis amigos mediante el sistema tradicional de la carta por correo. Luego vinieron las llamadas telefónicas, espaciadas, pero puntuales en las felicitaciones. Contraje el compromiso de viajar a las islas y reunirnos alguna vez, pero ese día ya no llegará. Marcos murió hace unos meses durante una tonta intervención quirúrgica. Luismi me llamó para darme la noticia.

Al menos una vez al año, cuando que viajo a Sevilla, paso por ese pueblo a saludar a la gente conocida, pero nunca encontré el restaurante abierto. Mamen era ahora la dueña, tras la muerte de sus padres, e incluso me contaban que había prosperado y convertido el lugar en una institución, bastante cara por cierto. Pero mi suerte siempre lo encontraba cerrado. Hasta el pasado día 8 de diciembre.

Ese día, a las 9 de la noche hacía un frío helador. Embutido en una gruesa parka con la bufanda al cuello, me eché a la solitaria calle abandonando la confortable habitación del hotel. No esperaba tener suerte tampoco esa vez, pero el gélido viento soplaba a mi favor: las luces del elegante portal del ‘Restaurante Iruña’ estaban encendidas. No había clientes aún cuando entré al comedor. Dos uniformadas camareras me daban la espalda mientras charlaban con una señora sentada displicentemente ante una mesa vacía. Se volvieron al oír la puerta y en ese momento supe que aquella dama, de pelo casi albino y cara de niña era Mamen.

-¿Crees en los fantasmas? –le pregunté aún envuelto en mi abrigo.

Se levantó con expresión incrédula y a poco una sonrisa asomó a su rostro. Me ayudó a despojarme del engorroso vestuario y nos dimos un emotivo abrazo. Vinieron las atropelladas preguntas de rigor, prometí contarle y me dio a elegir mesa en lo que en otros restaurantes, pero no allí, suele ser la jaula de apestados fumadores. Se sentó enfrente y encendimos un cigarro en silencio como intentando, entre el maremágnum de preguntas que se nos venían a la mente, encontrar la más idónea, la más inocua.

-¿Qué te apetece cenar? –dice por fin.
-Lo dejo a tu elección. No es importante.
-¿Un caldito de la abuela para entrar en calor y cordero asado?
-Y un buen vino de tu tierra. Eso sí es primordial.

Da instrucciones a una de las elegantes camareras y aparece una botella de recio tinto cuya bodega ni siquiera alcanzo a registrar en la memoria, pero sí que es de Navarra. Dos vasos, un brindis y ya fluye la conversación. ¿Cómo te va? ¿Por donde andas? ¿Te casaste? ¿Tienes hijos? Por fin llegamos al meollo de la cuestión:

-¿Volviste a ver a Marcos? –pregunta.
-No, pero sí lo localicé gracias a Internet, le escribí y hablamos varias veces por teléfono, casi siempre por estas fechas.
-Yo me encontré varias veces con su padre. Vive a las afueras del pueblo. Me contó que se había casado, que tenía una hija y que, al cabo del tiempo se divorció. Creo que ahora vive solo con su niña, o eso me dijo, en Las Palmas.
-Mamen, Marcos murió hace unos meses.

Tras unos segundos de indecisión se levanta para interesarse por los platos y traerlos ella misma, mientras se seca una lágrima con el dorso de la mano.

-Nunca quise a nadie más –confiesa entrecortadamente tras unos minutos de silencio-. Sabía que volvía siempre por Navidad a ver a su padre, y yo me dedicaba, como una tonta, a pasar una y otra vez por su puerta, con el coche, por si lograba verlo y hacerme la encontradiza.
-No es ningún secreto, lo sabe todo el mundo. Nunca guardaste discreción en eso –intento distender el triste asunto con una sonrisa.
-¿Quién te lo ha contado?
-Mi suegra, mi cuñada…, la gente que tengo aquí y a los que vengo a ver en cada viaje.
-Es verdad –sonríe también-, nunca me preocupé por ocultarlo.

Insisto en compartir el cordero; es demasiado para una cena, y acepta. El vino acaba y finalizan los postres. No le acepto una copa porque no creo que el aturdimiento sea el remedio a la tristeza. Sigue la charla ante el humo de nuestros cigarrillos. Decide, casi de repente, que estas fiestas volverá a Tudela.

-Ahora no tengo el menor interés en pasarlas aquí otro año. Son fiestas para buscar algo de calor amigo.
-Pero supongo que, precisamente en estas fiestas, será cuando mejor te irá el negocio ¿no?
-Me sobra el dinero, y ahora no sé qué hacer con él.

Sobre la mesa acaricio su mano, pecosa y blanca. No puedo, no sé consolarla, no tengo nada que pueda aliviar su dolor. El local se ha ido llenando de bulliciosos clientes, dichosos poseedores de una reserva previa. No me deja pagar. Me pongo la parka y la bufanda y me acompaña hasta la calle, en mangas de camisa, para despedirme. Nos abrazamos largo rato con todas las fuerzas que nos permiten nuestros brazos, mientras acaricio su nuca de blanco pelo y ella me deja una lágrima en el pecho.

El frío es horrible a pesar de que las estrellas parezcan arder en el cielo.

(Diciembre 2007)

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