sábado, 12 de marzo de 2011

Miserere me

Cuando doña Cruz salió de la iglesia daban las ocho y hacía rato que había caído la noche. Avanzó de prisa, mimetizado el luto entre las sombras, por los cantos rodados, mojados y relucientes por la lluvia. Cruzó con presteza la plaza desierta, ignorando la estatua ecuestre del conquistador, cuyo bronce reluciente por el agua no ocultaba el rancio verdín de los tiempos. Torció junto el arco de piedra tristemente alumbrado por un farol y se deslizó por la cuesta de la Traición. Estrangulaba en su mano el cristo en plata del rosario, presta a santiguarse mil veces cuando llegase al cruce de la Mala Mujer. La impresión de que mil endriagos guardaban las sombras de aquella calle de perdición, dispuestos a acogotarla, era un suplicio que le agobiaba el tránsito. Los fresnos del camino, con sus ramas ateridas por la lluvia como brazos en alto, la vieron pasar como una exhalación. Adivinó, en la angustiosa soledad de la calle, unas risas apagadas tras un ventanuco protegido por una roja cortina. En su interior, presagió lascivos placeres de carne, humo y alcohol, y el amasijo de sudores sobre sucios lechos que a su mente se avino, le hicieron erizar el pelo bajo la toquilla.

Recordó aquella noche, tiempo atrás, en que, en las últimas esquinas, un macho de pelo endrino tocó sus pechos dormidos, que no se abrieron, no, como ramos de jacinto. Mil veces lo confesó, y mil veces su recuerdo le devolvió el goce entrevisto y perdido. "El dolor, el castigo de la carne -le había insistido don Fermín, su confesor- es el único remedio contra la tentación".

Un cabo de vela iluminaba apenas la pequeña hornacina, en que la imagen de una dolorosa, de fúnebre capa y ardientes lágrimas, rompía la monotonía pétrea de la calle. A veces paraba un momento ante ella y desgranaba unas letanías, pero hoy, esta noche, tenía prisa y despachando al paso una cruz sobre la frente, continuó con presteza su camino.

Pasó apresurada por el palacio de los Galíndez, desde cuyos matacanes, en otra época, se vertía aceite hirviendo sobre los infieles, pecadores y descreídos, que lo tenían en asedio, y por fin, llegó a su casa. Sacó del refajo una enorme llave y tras un chirrido lastimero, logró mover la pesada puerta. Subió las crujientes escaleras alumbrada de una vela que, ex profeso, guardaba en el portal y penetró en su habitación.

Se despojó de toquilla, vestidos, refajo, medias y ropa interior, quedando en espléndida desnudez a la amorosa luz de la chimenea. Con parsimonia, extrajo del vetusto arcón látigo y cilicios, gruesas cuerdas y cadenas que depositó con mimo, casi ritualmente, sobre su cama. Se calzó unos botines y se compuso con bragas y sostén de cuero. Colocóse por último un negro antifaz y se sentó a esperar cómodamente, lánguidamente, sobre el tálamo.

Don Fermín, su macho endrino, no tardaría en llegar. 


(2006)

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