De entre los posibles padres de la futura criatura, cuantiosos según el público decir, Luisita, la madre in péctore (o doña Margarita, la futura abuela, vaya usted a saber), había escogido a Remigio. No se pudo aclarar si por ocupar puesto fijo de ordenanza en “Hutchinson & Co.” o por la magra herencia a la que parecía predestinado. No se cree sin embargo que fuese decisivo su aspecto torvo y desaliñado, las innumeras facultades de que carecía o el hablar cansino y corcovado, innecesario en todo caso en su puesto de trabajo, cuyo límite estaba establecido en la apertura de puertas o el acarreo de bultos.
Es el caso que Remigio aceptó el envite, si no como un premio de la diosa fortuna, sí resignado a un azar más de los que lo somete a uno la vida, que nos lleva el bote a alta mar para estrellarlo luego contra los acantilados, según le pete. Y al fin y al cabo, algo de aquello que ella llevaba en las entrañas podría ser suyo, que no descartaba que ciertos humores pudiesen mezclarse, y quién sabe si al menos la responsabilidad de la nariz no le perteneciese por completo.
Compareció de terno azul ante el altar, mientras Luisita sin dar pábulo al reproche vecinal, aparecía de blanco criticado, con velos a los ojos porque no se le notase la color. El padre Dionisio pareció decidido a batir record de brevedad y despachó el asunto en menos de lo que había durado el único orgasmo de Remigio. La despedida pilló en un momento de despiste al cura, que en vez de un “que tengáis suerte” o “dios os bendiga”, le soltó al neófito “Puesta te la llevas, hijo mío”. Remigio, apabullado por la ceremonia, soltó un “muchas gracias”, y salió cogido del brazo de ella, por la puerta por donde todos los años sacaban la procesión del Corpus.
(2003)
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