Las enormes olas que bañaban la cubierta y el fuerte viento de poniente que zarandeaba con ímpetu el navío, habían impedido al capitán, hasta ese momento, arriesgarse a la maniobra por la estrecha embocadura bordeada de peligrosas rocas, pero a las 14’50 horas del 19 de marzo, el buque, que llevaba casi dos días al pairo, esperando que amainase el temporal, levó anclas y trató de enfilar la bocana del puerto, buscando su abrigo.
Era fiesta en el pueblo. Por San José se celebra cada año la conquista por don Pedro de Estopiñán, enviado de los Duques de Medina Sidonia, y la adhesión a la corona de Castilla. Pero ese día, coincidiendo con tan señalada fecha, se convertiría en el comienzo de una semana aciaga. Al levar anclas, el barco arrastró y destrozó con ellas un cable de acero entrelazado, de 12 centímetros de espesor, que contenía en su interior el alma de las comunicaciones, de los negocios, del divertimento y la información.
Los móviles dejaron de funcionar, la telefonía fija cayó a cero, los cajeros automáticos bloquearon los fondos, los centros de salud se desconectaron de las fichas de sus pacientes, los negocios perdieron sus pedidos y los cobros por tarjeta, Correos dejó de admitir envíos, el aeropuerto no admitió pasajeros al embarque, y lo peor de todo, sicológicamente, es que nadie podía o parecía poder comunicar el aislamiento.
Se formó un ‘comité de crisis’, se usaron las instalaciones militares para pedir socorro, llegaron aviones y barcos cargados de aparatos que o no servían en la mitad de los casos, o eran insuficientes para las necesidades. Los medios para paliar el desaguisado eran escasísimos. Tuve oportunidad de asistir a alguna reunión del citado comité y de avergonzarme del tráfico, compraventa, limosneo y clientelismo en la cantidad de bytes asignados y reclamados.
Tras el desconcierto inicial de los dos o tres primeros días, los justificados cabreos y las enérgicas reclamaciones, se notó en el pueblo como una vuelta a los orígenes, algo como el retorno a los tiempos del clan de oso cavernario. La televisión se veía mal o no se veía, simplemente. La gente se echó a la calle, pero no para protestar, sino para disfrutarla. El tiempo acompañaba, las ganas, también.
Con un viaje planeado desde tiempo antes a Granada, tuve la suerte de que un técnico de Vodafone, tras el primer enlace de medio pelo, me prestase una tarjeta inalámbrica para imprimir las de embarque. He estado ausente durante la mitad del ‘apagón’, disfrutando la ciudad de Lorca, de los libros plúmbeos, de la fortaleza roja, el Albaicín y el Paseo de los Tristes.
A mi vuelta, me comentan que bares y cines hicieron su agosto, pero que para negocio, el de las cenicientas de saldo y esquina (‘mujeres que fuman y hablan de tú a los hombres’, que diría Azu), dispuestas a consolar al hombre de todas sus pesadumbres.
Bienvenido sea, al fin y al cabo, el ‘apagón’ que iguala a los hombres. Aunque a unos más que a otros, que diría Orwell.
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