Oí por primera vez el nombre de 'Juanelo' cuando, años atrás, con Azucena como guía, visité el Valle de los Caídos, de ominoso recuerdo pero de feliz contemplación para los que, desvistiendo el ropaje de desavenencias con la historia, pero sin olvidarla, procuran por un momento aislar la emoción del paisaje y el momento, y extasiarse ante el auténtico océano verde que, como en oleadas de mar embravecido, cubre Cuelgamuros.
Por 'Juanelos' se conoce comúnmente a cuatro enormes bloques de piedra de 50 toneladas de peso, metro y medio de diámetro por once de altura, situados a la entrada del recinto, cuyo origen y significación ignoraba hasta hace poco. Y así hubiese seguido de no ser por esas coincidencias que nos conceden los libros y el acicate imparable de la curiosidad insatisfecha.
Volví a encontrar a Juanelo en 'El laberinto', de Mújica Laínez, mezclado al nombre harto curioso de una famosa calle toledana: 'Hombre de Palo', también de feliz recuerdo junto a Azucena en nuestra primera visita a la ciudad del Tajo. Asimismo, en 'Yo, la muerte', de Hermann Kesten, una pretendida biografía novelada de Felipe II. Pero fue en una estupenda revista editada por el Ministerio de Fomento sobre 'Ingeniería, Cartografía y Navegación en la España del Siglo de Oro', caída en mis manos por pura casualidad, donde esos mimbres tomaron forma, se anudaron, y formaron una estructura asequible. Y he aquí la historia:
La afición de Carlos V por la relojería hizo que, en las postrimerías de su vida, llamase a su lado, para ocupar sus ratos de ocio, que eran los más, a un relojero e inventor italiano, de nombre Juanelo Turriano. Bajo su dirección, el emperador montaba y desmontaba relojes y artilugios, mientras Juanelo, inventor y curioso de nacimiento, no cesaba de proyectar ingenios increíbles.
La ciudad de Toledo, reinando ya Felipe II, convocó un concurso de ideas y ejecución para abastecer de agua la ciudad, con un suculento premio para el artífice que lo llevase a cabo. Juanelo Turriano aceptó el reto. Diseñó y construyó, con su propio peculio y la esperanza de reembolso de gastos, un artificio que elevaba el agua del Tajo hasta la parte más alta de la ciudad, el Alcázar, situado a 96 metros de altura, con un caudal de 17.000 libros por día (5.000 más de lo estipulado), mediante un intrincado sistema de bombeo mediante 24 torres y 96 cazos que elevaban el agua con la sola impulsión de la corriente del río. El sistema funcionó a la perfección durante más de 50 años, hasta 1639, en que Toledo perdió su importancia y el artificio dejó de funcionar. Pero Juanelo Turriano no cobró un maravedí: una de las cláusulas estipulaba que se trataba de 'distribuir' el agua a la ciudad (que carecía completamente de infraestructura para tal fin) y él solo consiguió lo más difícil, elevarla y hacerla brotar por un caño. Aquello fue su ruina.
Según parece, vivía muy cerca de la catedral, y cuentan (visos tiene de leyenda) que fabricó un autómata de madera que cada día se acercaba al palacio arzobispal a recoger la comida que, como limosna, le facilitaba el clero. De ahí nació el nombre de la calle, 'Hombre de Palo', pues cuenta Laínez que cada noche se escuchaba el golpeteo del autómata de madera al recorrer la calle en dirección al arzobispado.
Hoy en día, los 'Juanelos' del Valle de los Caídos carecen de significación en el lugar en que se encuentran. En realidad estaban destinados a otro de sus 'fantasiosos' proyectos: construir un palacio en Aranjuez, libre de las crecidas del Tajo. Otro sueño de este maravilloso loco.
Juanelo Turriano murió en la ruina, en 1568, como tantos otros genios, tras el desastre económico que le supuso la construcción del artificio que suministró agua a Toledo, cuyos planos se conservan, y de cuyo funcionamiento dicen ingenieros de hoy en día que era imposible.
¿Otro soñador para un pueblo?
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