
Dale limosna, mujer,
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada.
(Francisco Alarcón de Icaza)
¿Qué quieren? Sobre gustos no hay nada escrito, por eso yo, de Granada, me quedo con el Paseo del Padre Manjón, el “Paseo de los Tristes”, como se le conoce popularmente, porque por allí transcurrían los entierros y era el lugar en que se despedía el duelo, que continuaba después, solo con los deudos, camino del cementerio. Según otras versiones, como la de Julio Belza, porque "...servía de vespertino asueto a oidores, alcaldes del crimen y 'golillas', tras su jornada de trabajo en la Chancillería , los cuales con su seriedad y negros atuendos, infundían respeto y cobraban aspecto de hombres meditabundos".
El paseo está situado en un valle, junto al río Darro, al final de un larga y estrecha travesía adoquinada que comparten vehículos y peatones, y tiene su riesgo recorrer. A la izquierda se eleva el Albaicín, a la derecha la impresionante imagen de las murallas de la Alhambra. La larga explanada, atiborrada de terrazas donde calmar hambre y sed, congrega lo más variopinto de la especie humana, pero el enorme bullicio de la capital se remansa milagrosamente allí a pesar de la afluencia. Es como si estar a los pies de la fortaleza roja, donde parece pervivir la presencia del Rey Chico, abrumase el ánimo y reclamase calma, paz y hasta silencio. Aún parecen resonar notas de antiguos instrumentos árabes; no en vano se ubica en ella la Casa de las Chirimías, desde donde se ponía música, en otro tiempo, a corridas de toros, saltos de garrocha o carreras de caballos. Allí se ubicaba, en otro tiempo también, el Hotel del Reuma, seguramente por la influencia de la proximidad del río, ahora abandonado, o el exquisito bareto Rabo de Nube (¿la canción de Silvio Rodríguez?) que esta vez encontré cerrado.
De allí parten la Cuesta de los Chinos, hacia la Alhambra , aunque también hacia la Fuente del Avellano de literarios recuerdos; la Cuesta del Chapiz, que nos lleva al Sacromonte, o calles de nombre tan sugerente como las del Horno del Vidrio o del Horno del Oro, de empinadísima factura, que nos introducen, si nos atrevemos por ellas, al barrio granadino por excelencia: el Albaicín. Por excelencia y por desgracia, deberíamos añadir, por la manada de turistas (como el que esto escribe), que atiborran sus pinas, empedradas, estrechas y silenciosas calles. Uno, que pretende huir de los de su propia calaña, sube Calderería arriba con los primeros rayos de sol, cuando la gente aún duerme, y la calle Elvira no es ni siquiera su sombra, silencio y cámara en ristre, procurando contaminar lo menos posible con su presencia. Toda la mañana invertirá en el sinuoso recorrido, procurando arribar al mirador de San Nicolás –nombre aprovechado, pues se da también a la iglesia, la plaza, dos calles y un antiguo cementerio, que no parecen caber en tan corto espacio- antes de que las primeras gitanas pongan sus puestos de castañuelas y abanicos. La Alhambra , desde allí y a esa hora, no es más que un perfil oscuro recortado sobre el cielo, y la bruma del amanecer desenfoca, allá abajo, la torre desmochada de la Catedral de Siloé. El recorrido, a pesar de la elección del calzado, es puro sufrimiento: los chinorros acaban dejando su dolorosa huella en los atormentados pies, como un precio a pagar por la hermosura de los rincones vistos, disfrutados, fotografiados, y de sus tranquilos y bellos cármenes semiocultos a los soles y la vista.
Calles de látigo y garra
por las espaldas del monte;
no hay más luna ni horizonte
que el aire que las desgarra.
¡Tejédles con la guitarra
un cante que las reciba!
Que flotan a la deriva
por la historia que las trajo;
que van todas para abajo
y ninguna para arriba.
(Rafael Guillén)
Y arriba del todo, al otro lado del Darro, la Alhambra.
(2007)
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