Con todos los matices que queramos, hay cosas que se hacen patentes, significativas, por mero contraste. La luz no tendría sentido sin la oscuridad, el frío sin el calor, la verdad sin la mentira, la ausencia sin la presencia o el silencio sin el ruido.
Al, hasta hace poco, oscuro director de cine alemán Philip Gröning, se le ocurrió hace tiempo la original y arriesgada idea de mostrarnos uno de esos puntos de contraste: el silencio y el sosiego más extremos, frente al ruido y la prisa de la vida actual. En 1984 pidió permiso al prior de los Cartujos para rodar una película dentro de la Grande Chartreuse , un monasterio situado en los Alpes, cerca de Grenoble, cuyos orígenes se remontan al siglo XI, paradigma de austeridad y referente de las cartujas del mundo. "No estamos preparados, quizá más tarde", le contestaron. El tiempo allí se mide por distintos parámetros a los que el resto de los mortales estamos acostumbrados, así que, 16 años después, en 1999, volvieron a ponerse en contacto con Gröning: "Ya puede usted venir". Y Gröning fue. Había condiciones, claro. Sólo él podía entrar en el monasterio. Él, su cámara, su micrófono y punto. No podía entrevistar a los monjes. No podía añadir material adicional ni de sonido ni de imagen. No podía usar luz artificial. Y cuando le dijeran "ahí no se rueda", pues ahí no se rodaba. Y los monjes tenían que ver la película antes que nadie.
Convivió con ellos durante seis meses. Trabajó en la huerta, arregló zapatos, cosió botones, cortó troncos, dio de comer a los animales, lavó, fregó, rezó y, como los cartujos, no durmió ni una sola noche más de tres horas seguidas (los cartujos duermen tres horas y rezan dos, duermen tres, rezan dos, etc.). Y, tres horas al día, rodó. Todo su equipo era una videocámara Sony 24P de alta definición y una de super 8. En total filmará 120 horas de material, que después del montaje quedan en 164 minutos. Gröning filmará, montará y producirá la película completa él solo.
La tituló ‘El gran silencio’ (estrenada en España en 2005), y por si el título no fuese suficientemente significativo, os aclaro que en esa película no se habla. O para ser más exactos, se habla lo imprescindible, que es muy poco, poquísimo. Quizás precisamente por ello, el resultado es fascinante, insólito, de una belleza extrema, arcaico pero rabiosamente moderno, una reivindicación activa de la serenidad y el silencio.
Su banda sonora es un prodigio, sin otra música que el gregoriano desgranado a ratos, casi con cuentagotas, por los monjes, permite disfrutar (el que pueda hacer uso de un buen equipo de sonido, que lo use) del sordo caer de los copos de nieve contra el suelo, las gotas de agua contra los tejados, las pisadas del jardinero sobre la hierba o los pasos de los monjes por los graníticos escalones del monasterio. Reconocerá los matices del eco del canto en la iglesia, la amortiguación que da a la palabra los revestimientos de madera en la sala capitular o el ulular del viento entre las hojas.
No es, por tanto, una película para todos los públicos. Para afrontar casi 3 horas de calma, quietud y silencio, sin más argumento, hay que hacerlo con una cierta predisposición de ánimo. Cuando la empecé la primera vez, creí que no lo soportaría, pero me equivoqué. Ni una sola vez abandoné el asiento durante la proyección. Sus planos fijos, lentos y largos, de unas gentes que no tienen prisa jamás, subyugan el ánimo, lo suspenden, atrayéndolo hacia la enorme paz que se respira en la Grande Chartreuse.
La película fue premio al Mejor Documental del Cine Europeo y del Cine Alemán, Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance, así como otros en los festivales de Venecia y Toronto, compitiendo con éxito en su estreno en Alemania con Harry Potter.
(NB.- Aunque el texto recoge mis impresiones personales sobre la película, algunos trozos sobre la historia de su realización están tomados, a veces al pie de la letra, de webs especializadas en cinematografía)
(2007)
(2007)
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