Hoy toca de guerrero galáctico. Armado de un extraño rifle espacial del que sale un tubo que conecta a algo parecido a una mochila cuadrada sujeta a la espalda, un chocante casco del que un pico de feroz águila sobresale en la frente, gruesas botas de grandes hebillas, pistola de largo cañón sujeto al extremo de una bandolera plagada de gruesos proyectiles, todo él minuciosamente pintado en purpurina plateada que casi no le permite mover las pestañas, permanece de pie, muy quieto, sobre un pequeño cajón.
Edgar Guzmán, ocho meses hace que llegó de otro mundo allende los mares, está plantado en el cruce de Postas y Sal, muy cerca de la Plaza Mayor, precisamente donde Don Baldomero, padre de Juanito Santacruz, tenía, según cuenta Galdós, su tienda de paños, y donde, desde principios del XVII, si bien luciendo aires nuevos, se encuentra la célebre 'Posada del Peine'. Pero Edgar no conoce esos detalles, ni ha tenido nunca demasiado tiempo para lecturas. Si acaso, le suena algo de su paisano, santiagueño como él, Manuel del Cabral:
"Hombres negros pican sobre piedras blancas,
tienen en sus picos enredado el sol.
Y como si a ratos se exprimieran algo...
lloran sus espaldas gotas de charol."
En el plato, ante él, unas pocas monedas que él sabe producto de caridad, que no de salario, porque lo suyo, si bien es esfuerzo, no es trabajo, ni arte, aunque algo de ambos tiene. Que lo digan si no los sudores de julio o los fríos de noviembre. Porque el secreto está en no moverse, en permanecer como ese rey a caballo que hay en la plaza. Y cuando alguien deposita una moneda, aprovecha para agradecerlo con un gesto que le desentumece y le permite variar, siquiera un ápice, la postura.
En su mirada fija, inmóvil, como de piedra, no se reflejan sus pensamientos, que están bien lejos, sobrevolando el mar, al otro lado del mundo. Y nadie observa que tras los sosegados ojos, abraza a su hijo en la distancia, hace el amor con su mujer y bullen planes confusos de retorno, de lejanas esperanzas.
Un niño, de la mano de su madre le mira extasiado, fijamente, con ojos muy abiertos. Va muy abrigado, con guantes, bufanda y gorro de lana de múltiples colores. Le recuerda a su hijo Ramón, y a punto está de romper las reglas y acariciar su cabeza, pero se conforma con un guiño cuando sus ojos tropiezan.
El Ayuntamiento ha puesto miles, millones de luces, que se encienden de repente alumbrando, aún más, la calle. La gente va de prisa (siempre hay prisas en Madrid), cargada de paquetes, entrando y saliendo de tienda en tienda. Resuenan villancicos, panderetas y campanillas, pero sus recuerdos le traen aquél de su tierra que aquí nadie parece conocer:
"Ábreme la puerta
que estoy la calle
y dirá la gente
que esto es un desaire.
Allá dentro veo
un bulto tapao,
no se si será un lechón asao"
Porque el "puerco asao en puya" que es el plato tradicional, no se ve por aquí, ni los pasteles en hojas, los lerenes o el pan de fruta. Y no sabemos si el intenso frío, los recuerdos o el hambre, le provocan un estremecimiento, como el que le produce ese anuncio de turrón con su 'Vuelve a casa, vuelve, por Navidad'. A punto ha estado de liarse la manta a la cabeza. si tuviese manta, porque es la primera vez que está lejos de todo lo que es su vida en estas fiestas.
Se ha formado un corrillo de gente. Alguien se pone a su lado mientras un flash le deslumbra un momento. Oye el sonido metálico de una moneda en el plato. La noche cae y comienza a nevar.
(2006)
(2006)
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