La cafetería es pequeña, con pocas mesas, pero los grandes ventanales y varias réplicas de Sorolla, contribuyen a darle luminosidad. Es donde suelo tomar café a media mañana y donde, cada día, asisto a idéntico rito. Una pareja de ancianos coincide allí, a esa misma hora. Él, alto, seco, de porte distinguido, recto como un huso; ella, una triste ruina, sujeta a su brazo, casi arrastrando los pies, ayudada por un bastón. Su vestuario denota tiempos mejores, pero el aseo y la limpieza del atuendo no admiten el menor reproche. Él, de perenne gris; ella, vestido blanco con grandes flores azules. Siempre escogen la misma mesa, en el rinconcillo, bajo el "Paseo a orillas del mar" del ilustre pintor. Él le retira la silla, en cortés pero anacrónico gesto, para ayudarla a sentarse, y luego lo hace frente a ella. Permanecen fijos el uno en el otro unos minutos, como consultándose en silencio qué van a tomar. Vana cosa, porque siempre es lo mismo: dos cafés. Como las mesas no tienen servicio, el hombre, con paso firme y porte de condestable, se acerca a la barra, pero el camarero, que los conoce ya, les tiene preparadas las tazas. El anciano lleva la primera para ella, luego vuelve por la suya, y deposita el dinero sobre la barra. Ni un gesto de vacilación, ni un traspié, ni una duda.
Sentados frente a frente, permanecen en silencio, o al menos esa es la impresión, porque de tarde en tarde les veo musitar moviendo los labios. Él la mira a la cara con seriedad, fijamente, jamás presta atención a otra cosa; ella, la mirada acuosa parada sobre su taza, nota correr una lágrima, de vez en cuando, por su mejilla. Permanecen así largo tiempo, palabra que parece carecer de significado para ambos. Ella, las manos sobre la mesa, una a cada lado del café. El hombre, prácticamente hierático, la vista, con destellos de ternura, fija en ella. La anciana, los ojos bajos, sobre la taza vacía.
Los imagino esposos, sin hijos, con la memoria puesta en otro tiempo en que la juventud ocupaba el hueco que hoy pertenece a la vejez, a la enfermedad y a la tristeza. Incluso los imagino bailando sujetos de la cintura, dando vueltas y riendo a carcajadas en algún salón de otro siglo. Él sigue siendo fuerte y su memoria resiste el paso del tiempo, pero su rostro no deja traslucir ninguna expresión, quizás para que ella no sienta envidia. Ella, sin embargo, sabe que depende ahora de él, de sus brazos que la ayudan a sostenerse, a pasear, a vivir, a recordar. ¿Qué pasará por sus cabezas? A veces daría cualquier cosa por oír, siquiera, el tono de su voz. A veces, la anciana, se pasa una mano temblorosa por el pelo, cortado tan sencillo como para que pueda peinarlo él, que sigue, sin parpadear, con mirada acariciante, el recorrido de sus dedos, quizás añorante de los dorados bucles de otra época.
Al cabo del tiempo, él extiende el brazo sobre la mesa y posa, suavemente, amorosamente, su mano en la de ella. Ésta levanta los ojos y le mira. Le contesta él con una sonrisa. Es hora de irse, parece entender. El hombre la ayuda a levantar, retirándole la silla, y ambos, sin prisa, salen al sol de la mañana, del brazo, ajustando él su paso para que le pueda seguir, arrastrando los pies.
A la vuelta de mis últimas vacaciones, no les volví a ver. Han roto esa cita no concertada a que acudíamos desde hace años. Pregunté al camarero, pero no me supo dar razón. Aun así, en la mesa vacía, bajo el cuadro de las damas paseando a orillas del mar, hay como un halo de luz que ilumina, para mi, una historia imaginada, una inmensa historia de amor en silencio.
(2006)
(2006)
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