Si el Tormes es aprendiz de río, el Adaja no llega al cuartillo. En época estival dudo, incluso, que pueda calmar la sed del enjambre de gorriones que pueblan la ciudad de Ávila.
Enclavada ‘en pedregal de hermosa labra’ (que diría Dionisio Ridruejo), Ávila del Rey, de los Leales, de los Caballeros, se nos antoja una enorme bandeja de rebordes almenados en pendiente sobre el río. En su parte más elevada, hacia oriente, por donde sale el sol, la nobleza, sus palacios apretados y abundantes, la catedral formando cuerpo con la muralla; abajo, por donde el sol se pone, las humildes viviendas de los artesanos, los gremios, los hidalgos venidos a menos. Extramuros, los villanos, y un poco más allá, donde el bullicio se cambia en retiro y el jolgorio en reflexión, lo mejor de sus conventos.
La ciudad nos recibe, a pesar del mes de julio, con un frío intenso, impropio, pero cuesta imaginarla de otra forma. La piedra gris de sus edificios y palacios, de su catedral, sus calles y hasta del suelo que pisamos, transpiran cierzos, escarchas y ventiscas.
Esta ciudad ‘de cantos y de santos’, que dijese Doña Juana (a quien llamaron La Loca ), nos abre en sus aguerridas murallas nueve puertas a la historia, desde la impresionante del Alcázar, donde se representase la chusca ‘farsa’ contra Enrique IV, al humilde portillo de la Mala Ventura , en que Enrique Larreta (con calle propia) sitúa parte de su obra ‘La gloria de don Ramiro’.
Las calles abulenses de intramuros dan la impresión de dar vueltas sobre sí mismas. A poco que se camine atento a las fachadas o a los escaparates de sus tiendas, volveremos al Mercado Chico, a Lope Núñez, al Tostao, a la Catedral. Veremos multiplicarse sus tiendas de yemas de la santa, sus asadores, sus palacios. Polentinos, el Rey Niño, los Velada, la torre de los Guzmanes, Valderrábanos, convento de la Santa, San Esteban… El turismo no agobia, y lo breve del recinto parece fabricar conocidos, casi familiares, a cada paso. Pero cuando el silencio nocturno se estampa en sus calles, podremos oír el galope de los corceles –cascos de hierro sobre calle de piedra- montados por pasados caballeros que hicieron historia.
No exista perdón para quien no recorra, al menos una vez, las murallas. Su primer tramo, sobre la puerta del Alcázar, nos permitirá observar de lejos (merece la pena la cuesta y acercarse) el monasterio de Santo Tomás, residencia de los Reyes Católicos y breve tumba de Torquemada, cuyos restos fueron quemados y aventados cuando la invasión francesa, donde permanece, en hermosa tumba en alabastro, el príncipe Juan, único hijo de Isabel y Fernando, muerto, eufemísticamente, del ‘mal de amores’. El segundo tramo nos mostrará la perla románica de San Vicente, o allá, a lo lejos, el convento de la Encarnación, donde según las crónicas más afortunadas, Teresa de Ávila tuvo su primer orgasmo, siquiera fuera místico. Y ya abajo, marcado el fin por una espadaña custodiada por las cigüeñas, el río, Cuatro Postes, el valle de Ambiés, Gredos…
También constituye herejía no probar el tostón o el chuletón, las judías del Barco o las yemas de la santa, pero en eso no hay cuidado que vuesas mercedes se apañan estupendamente sin mí y sin mi consejo. Desde la extraordinaria elegancia del Tostao (restaurante del Palacio de los Velada) a la sencilla Casa de Postas, pasando, para demostrar tolerancia, por La Sinagoga (Doña Guiomar), cualquier sitio es bueno. Y que ustedes aprovechen, que yo lo hice en su día.
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