Tomo prestado el nombre del relato de Juan Benet, y el estilo periodístico decimonónico de Larra -o eso pretendo, pobre de mí- para contaros una pequeña historia real que desde siempre quise narrar:
Bajo la bóveda del Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial está el altar mayor de la Basílica y, justo bajo éste, se encuentra situado el Panteón de Reyes. El Panteón, ideado por Felipe II para honrar a sus antepasados, fue construido sin embargo por Felipe IV en un estilo hiperbarroco (con columnas salomónicas, abundancia de pan de oro y suelo de pórfido), que poco tiene que ver con el resto de la arquitectura de tan magna obra. Aquí reposan los restos de todos los reyes que en España han sido, de la casa de Austria y de Borbón, excepto de dos: Felipe V, que yace en La Granja de San Ildefonso (Segovia) y Fernando VI, que reposa con su reina, Barbara de Bragança en el Convento de las Salesas, en pleno centro de Madrid. Al afrancesado José Bonaparte ("Pepe Botella" así llamado) ni se le considera rey, creo, porque tampoco está. Hállase, en cambio un rey tan ajeno como Amadeo de Saboya.
El recinto, un octógono perfecto, tiene seis lados útiles, pues el frente está ocupado por un altar y el acceso al recinto -tras sobrevivir a estrechísima y pina escalinata- constituye el octavo, si bien este lado también cuenta con un par de dorados sarcófagos situados sobre el dintel de la puerta, justo los únicos dos que aún están vacíos (aunque ya tienen asignado dueño). La simetría es perfecta: los reyes a un lado, las reinas justo enfrente de su rey. Situándonos con el altar a nuestra derecha y la puerta a la izquierda, los tres lados que quedan de frente albergan a los Monarcas que han reinado en este país, aunque sea tan someramente como un tal Ludovico (Luis) I, que reinó un mes. Sólo una reina entre todos los varones: Isabel II, puesto que ciñó corona de rey, no de consorte; su esposo Francisco la mira furtivamente desde los sarcófagos de enfrente, rodeado de hembras (hay quien dirá que esa compañía le es grata).
Pero las cosas no son tan simples: cada rey solía casarse varias veces, bien fuera por viudez o para asegurar la corona en la línea masculina de descendencia (recordemos las cuatro esposas de Felipe II). ¿Qué reina de todas las posibles ocupa lugar tan preferente junto al esposo? Sencillo... a medias: sólo aquélla que dio a luz a un hijo varón que luego también reinó. Esta solución salomónica, como las columnas del sacro recinto, no siempre funcionó bien, veamos: La esposa de Felipe IV, la encantadora francesita Isabelle que tan bien retrató Torrente Ballester en "El Rey Pasmado", dio a luz al príncipe Baltasar Carlos, inmortalizado por Velázquez en improbable equilibrio sobre su caballo, y poco tiempo después murió; como había dado a luz al heredero, fue sepultada en sepulcro real, mas ¡oh, burla del destino!: un tiempo después moría Baltasar Carlos sin haber llegado a reinar, y años más tarde asumía el trono su hermano menor, hijo de una reina posterior y que, por supuesto, tenía derecho a reposar en dorada tumba. Así pues, ambas están allí comadreando, aprovechando que el efímero Ludovico I murió soltero o con cónyuge en ultramar, que no lo sé muy bien.
Además de este escaso reducto real (léase lo de "reducto" en sentido estricto, pues los cuerpos son reducidos -y yo creo que hasta macerados- antes de ser metidos en sus cajitas de oropel), además, digo, existe el llamado "Panteón de Reinas y de Infantes", que ocupa muchas otras estancias, y allí es donde están enterradas las reinas que no han sido madres de rey (¡también es mala suerte!), así como príncipes, princesas, infantes e infantesas. Algunas tumbas de bebés sobrecogen por el tamaño: desdichas marmóreas que adornan algo que nunca debió ocurrir con una flor de lís en el frente (Borbones) o una bandera rojiblanca (Habsburgos). La tumba que da nombre a nuestro relato se encuentra aquí, cerca de la galante, apuesta y enguantada figura de D. Juan de Austria, muerto en Flandes en épica lid (de ahí que su figura aparezca labrada en el sarcófago con el guante puesto, ya que quitado significaría en la iconografía al uso una muerte por causa natural).
La tumba a que nos referimos es sencilla, sin labrar con figura humana alguna, en basalto gris brillante; su única peculiaridad es su tamaño, su enorme anchura. En ella yace, al parecer, una princesa o infanta llamada Teresa -quizá algún lector amable y mejor documentado que yo sepa a quién me refiero y nos lo aclare; yo apenas soy una mera turista con ínfulas de cronista.
Teresa estaba perdidamente enamorada de su marido, de ingrato recuerdo, y parece que era algo mutuo. En vida se prometieron compartirlo todo: mesa, lecho, hacienda, hijos, suerte y fatum. Y, llegado el infausto momento de la muerte, compartir también tumba. Mandaron construir el monumental sarcófago negro, con dos huecos que se habrían de comunicar por dentro, para darse las manos y pasar el trago acompañados. Murió Teresa, y su lloroso compañero la alojó en la mitad izquierda del magno túmulo. "Espérame, amor, que en seguida llego", parecía decir el transido amante. Pero la Parca es caprichosa, y no entraba en sus planes llamar a este príncipe tan pronto, así que, pasados los años, semiolvidada Teresa, volvióse él a casar por razón de Estado. Cuando murió, el ingrato mandó ser inhumado junto a su segunda esposa, dejando un hueco imposible de llenar en el sepulcro de basalto de Teresa... y en mi corazón cuando me refirieron la historia.
En los días heladores de invierno, cuando alzo la persiana del salón de casa y veo escarchada la bóveda de la Basílica, y las grandezas y miserias que oculta debajo, pienso en el intenso frío que sentirá Teresa allí sola, amputada de su mitad amada, dando la mano al vacuo agujero que nunca contuvo nada, y nunca contendrá nada más que olvido y decepción.
(La autora de esta entrada es A. P.)
Excelente historia. No conozco el monasterio pero prometo visitarlo este verano que pasare unas vacaciones cerca.
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