En la zona de la Alpujarra granadina, pasando el 'espantable' (dice Pedro Antonio de Alarcón) puerto de la Ragua, se alza el impresionante y lúgubre castillo de Lacalahorra, visión que, de ser conocida por Bécquer, le hubiese servido sin dudarlo para alguna de sus macabras leyendas inspirada en su tétrica apariencia. Pero ésta engaña. Bajo el sombrío aspecto exterior, de torres y baluartes circulares enrojecidos por el polvo de las minas de Alquife, cobija un preciosista palacio bramantino en el que abunda el mármol de Carrara, el alabastro y las más nobles maderas. Trabajaron en él artistas genoveses y lombardos traídos ex profeso de la lejana Italia, que dejaron su firma en capiteles corintios de hermosa labra, balaustradas y grutescos decorados con motivos fantásticos y mitológicos.
Este suntuoso castillo-palacio, considerado como la primera construcción civil renacentista de la península, alberga una curiosa historia.
Don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, obsesionado como puede apreciarse por querer descender del sobaco del mismísimo Cid, fue primogénito del archiconocido favorito de los Reyes Católicos, Cardenal Mendoza ("mi más bello pecado", que dijo de él su padre, a ver) y doña Mencía de Lemos, camarera de Isabel la Católica; nieto por tanto del Marqués de Santillana, el de las Serranillas. Era Rodrigo caballero de armas tomar, temerario y pendenciero, pero a la vez, culto, estudioso y amante de las artes. Despreciaba al rey Fernando y supo buscarse problemas donde quiera que sentó el pie.
Se cuenta que, durante su estancia en Italia, estuvo prometido a Lucrecia Borgia, pero la historia del castillo comienza con su boda con doña Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli, con cuya dote se construyó la mayor parte del fastuoso edificio. Desgraciado fue el matrimonio, pues no solo dio hijos que fallecieron en temprana edad, sino que, además, doña Leonor moriría pronto, víctima según la leyenda de un berrinche de celos.
No era, sin embargo, caballero que amase la soledad y pronto buscó sustituta. Parece que se enamoró locamente de una jovencita, casi niña, a quien llevaba más de veinte años, doña María de Fonseca, hija nada menos que del temido marqués de Coca. Quien haya alcanzado a ver su castillo en tierras segovianas, podrá hacerse una ligera idea del poder inmenso del citado marqués. Ante la negativa del padre a esa relación, Rodrigo y María contrajeron esponsales en secreto, no solamente sin permiso del padre, sino lo que era más grave, de la preceptiva autorización que los Reyes Católicos debían dispensar en ese tipo de enlaces. Con estos precedentes, no es extraño que el marqués de Coca lograse, una vez enterado del asunto, la anulación del bodorrio y desposase a su hija con quien le tenían predestinado, amén de someterla previamente a increíbles castigos y encierros. Pero el matrimonio duró poco ya que el impuesto consorte muere en breve espacio de tiempo. El marqués de Coca encierra a la hija en un convento vallisoletano, remedio a la viudez tan frecuente en aquella época. Pero no contaba con el arrojo de Rodrigo Días de Vivar y Mendoza, que por entonces (imaginad el alegrón) había conseguido al fin el título de Conde del Cid. En un lance totalmente novelesco, Rodrigo rapta a María del convento y la lleva, por fin, al castillo de Lacalahorra, desafiando todas las voluntades. En resumen: arremetió contra todo y contra todos. Y venció.
Aunque no lo cuenta la historia, o mis fuentes no van más allá que mis precarios conocimientos, es de suponer que fueron felices y comieron perdices.
En la puerta principal de acceso al castillo hizo esculpir la siguiente leyenda: "Sirva esta fortaleza de guarda de caballeros a quien sus reyes quisieron agraviar". Lo que no quiso o no pudo evitar fue que, en el patio principal del recinto, de un refinamiento preciosista, tallada a cincel sobre el blanco mármol de Carrara, figure otra inscripción: "MUNUS UXORIS", esto es, "regalo de tu esposa". De la primera, claro.
(Februario 2007)
(Februario 2007)
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