Nació de un conciliábulo de espejos. Los del probador de señoras. La quintaesencia de lo que habían guardado sus corazones de azogue transformada en paradigma de mujer. Venus, Astarté, Milita, Astariot, Ishtar y Afrodita en un solo cuenco: la perfección elevada al exceso.
Sus miradas de aguinaldo despertaban amores a bocajarro bajo la sima abisal de sus ojos negros. Sus pechos, dos gemas engastadas sobre piel batida por soles de bronce, intuían pasiones a quemarropa, mientras el maleficio de sus caderas de samba alentaba todas las pesquisas. Caminaba a ritmo de barcarola, derrochando desafíos, poniendo al mundo de pie en un punto de delirio, y la imagen de sus piernas arrastraba al pecador a las puertas del infierno. Abundaba una leyenda de pérdidas de salud, encierros hospitalarios e incluso algún suicidio por amores, Viaducto abajo, y el rumor de cierto infeliz, hilado de boca en boca hasta difuminarse los matices, que susurraba noches de lujuria en aquél paraíso exuberante, y que, pese a sus pocos visos de esencia, despertaban la venenosa envidia de los contertulios.
La conocí bajo la última luna de agosto, cuando ya la parroquia yacía a sus pies, perdidas las ganas de resistir. Sus labios de fruta me trajeron a la mente gozosos campos de exterminio. Fue una presentación casi en susurro, un breve intercambio de palabras, que no de ideas, un vano intento de compartir algo más que un Pesquera en una terraza de Castellana. Cuando la dejé, sin asomo de pesadumbre, seguía balanceando su larga pierna cruzada lejos del borde de la falda. Casi histeria en la concurrencia. "¡Lástima de su mente de espejo -pensé-, vacía, sin nada dentro, como los páramos de Rulfo".
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