Cuenta la historia que cuando el duque Francesco de Médicis quiso hacer un regalo a Felipe II para su recién terminado palacio-monasterio de San Lorenzo de El Escorial, fue al taller del escultor y orfebre Benvenuto Cellini, allá en Florencia, donde encontró lo que andaba buscando: un Cristo tallado en mármol blanco, crucificado sobre una sencilla cruz de lucúleo, ese mármol negro, duro y quebradizo, tan difícil de labrar que el propio Cellini renegaba de su fragilidad. El artista, ya en las postrimerías de su vida, guardaba celosamente la imagen, con tanto cariño y empeño tallada, para que le acompañase en su muerte, erguida sobre su tumba.
Cellini se vio obligado a regalar la obra "en vista de los grandes elogios que de ella hicieron" los duques, dice la historia oficial, que vaya usted a conocer la real, la cual emprendió viaje rumbo a España, concretamente al Palacio del Pardo. De allí, el imponente Cristo fue trasladado al Escorial a hombros de 50 porteadores, a pie, durante los rigurosos fríos de noviembre del año 1576. Ahora se exhibe en una capilla de la enorme basílica, separado por un solo muro de granito de la enigmática y perfecta "bóveda plana", prodigio técnico de la estereotomía de la piedra y milagro con vocación de perpetuidad de Juan de Herrera, que sostiene el inmenso coro del templo. Una inscripción a sus pies, reza: "BENVENUTUS ZELINUS, CIVIS FLORENTINUS, FACIEBAT ANN 1562"
El "Cristo blanco", como se le llama, está tallado en un gran bloque de mármol de Carrara y sus brazos fueron ensamblados con tal maestría que cuando las tropas francesas los arrancaron, se creyó que habían sido aserrados.
Lo contemplé por primera vez allá por 1999. Entonces, casi podía tocarse, pues solo un cordón de seguridad me separaba de él. Hoy en día, una enorme plancha de metacrilato, de 5 centímetros de espesor, lo aísla y protege de posibles bárbaros asaltos.
La imagen es de una armonía que sorprende: un Cristo apolíneo de belleza deslumbrante, en que la muerte se representa sin el dolor del sufrimiento, sin las huellas del martirio, lejos ya de la tortura y el suplicio. Alguien dijo que posee 'la cabeza más bella del renacimiento italiano', y quien lo contemple no podrá menos que aseverar tal afirmación. Sus ojos semicerrados, la boca entreabierta y la suave inclinación del rostro no expresan dolor, sino la elocuente quietud de la paz. No hay sangre, ni heridas, gotas de sudor o corona de espinas, ni una muesca en el mármol; es un hombre íntegro, solo, perfecto, muerto. Y entero. Tan entero que el paño anudado sobre sus caderas es de auténtico hilo.
Cada vez que visito el Monasterio, y muchas son las oportunidades, me acerco a contemplarlo extasiado. No, no voy a rezarle, ni a pedir, ni a rogar, que mis ideas casan mal con la representación, sino a observarlo, a suspender mi ánimo fascinado ante la perfección de sus formas, de su color, de su expresión. Yo no veo en él a un dios, sino a un artista, a Cellini, custodiado para goce de los sentidos en aquél enorme arca de berroqueñas piedras.
(2005)
(2005)
Estoy de acuerdo en cuanto dices "Topo". Para mi es la obra más bella que guarda el Escorial y me impactó profundamente
ResponderEliminar