sábado, 12 de marzo de 2011

La estación

El viejo semeja un lagarto al sol. La barbilla sobre manos que sujetan el bastón, ojos verdes de tanto mirar monte arriba, piel de saurio curtida por cien estíos y la boina procurando sombra a sus cejas de ceniza. Descansa en un banco de madera descarnada, junto a la pared rojiza por el mordisco de los años.

La estación es de otro tiempo. Pequeña casamata con arañazos de abandono, aún conserva el enorme reloj de negras manecillas. Un óvalo metálico y renegrido sobre la pared dice que el mar se encuentra 412 metros por debajo del lugar. La cuerda de la campanilla, seca, gris y deshilachada, oscila con el viento.

Observa el viejo a los que cumplen tiempo en el andén. Caballeros con bombín, de relucientes botines, comprueban, leontina en mano, la exactitud del impávido reloj de la estación; señoras con sombrillas ribeteadas de encaje, campesinos de saludable rostro con cestos al brazo, y pilluelos arrastrando bolsos de equipaje a cambio de unas monedas. El jefe de estación, con su quepis rojo y la bandera enrollada bajo el brazo, atisba el horizonte paralelo de las vías. Un silencio de piedra subrayado por el viento agita los resecos rastrojos que brotan entre las grietas del andén. El cántaro bajo el brazo, un aguador vende cristal líquido en jarrilla de lata. Las rachas de polvo barren la estación y el viejo cierra los ojos, mientras su mano sarmentosa repasa las arrugas como grietas de su cara.

Trabajosamente, se pone en pie. Con paso dubitativo se dirige a la campana y agita la cuerda. El sonido de plata rompe el silencio. Sólo en medio del andén, repliega sus recuerdos que entre hojarasca y polvo, retornan a la caverna del olvido. Los fantasmas desaparecen, quedando el recuerdo del último beso, del postrer adiós, de la lágrima ardiente seca al destiempo de un manotazo.

Hace años que por aquellos raíles, atenazados de broza y malahierba, no pasa el tren. 

(Mayo 2002)

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