martes, 15 de marzo de 2011

Tres visiones de San Juan

Olivia arrastraba mis cinco años lastrados de espanto, de la mano, en la oscuridad de una noche de faroles y grillos apagados, hacia la rojiza claridad del fuego. Yo refrenaba el paso quedándome a su espalda. La hermosa trenza pelirroja colgaba hasta su cintura de quince primaveras pobladas de pecas.

-No tengas miedo, no pasa nada –me susurró.

Pero los gritos y la fantasmagoría de gente saltando sobre las llamas, me ponían más terror que ir en la dirección contraria, hacia el cementerio, que estaba tan cerca de casa que muchas veces tocaba oír el gorigori a cualquier hora, cuando había entierro.

Llegamos al corro de gente, al centro de la bullanga y el griterío. Algo alargado, grueso y negruzco, recostado sobre la fogata medio consumida, era el reto a saltar que la chavalería no se pensaba dos veces.

-¿Qué es eso? –pregunté a Olivia señalando el bulto oscuro y chispeante que atravesaba el círculo de la fogata.
-Un hombre muerto.

A pesar del tiempo transcurrido, ese instante es un recuerdo que permanece en alguna hilacha indeleble de mi memoria, sin posibilidad de borrarse. Al día siguiente, temprano, la inquietud de mi sueño seguía allí, pero la magia se había evaporado: solo un tronco de palmera, carbonizado, pero con la forma que la preciosa Olivia y el atávico terror infantil habían esculpido en mi mente.

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Años más tarde, acotado entre los paréntesis de mis padres, recuerdo el arco de una calle, a la salida de una plazuela de pueblo, junto al que, tendida de balcón a balcón, una cuerda sostenía una silla en la que se sentaba un monigote perfectamente ataviado. El que la boina sea aún lo más permanente en mi memoria, solo puede deberse a que humanizaba al fantoche confiriéndole humana apariencia. Y la silla.

-¿Qué es eso? –pregunté a mi madre.
-Un júa.
-¿Un qué?
-Así le llaman aquí: un ‘júa’, un Judas, un mal hombre al que hay que quemar por San Juan.

En esa ocasión había tanta gente que el fuego solo se imaginaba por el resplandor de las paredes, blancas de cal. Los encargados de sostener la cuerda iniciaron un suave vaivén acompañado del silbido estridente de la multitud. En un momento dado, se aflojaron las cuerdas, descendió la silla y, es de suponer, el fuego convirtió en cenizas el muñeco, pero mi mente permanece virgen a esa imagen.

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Lustros después, era mi mano la que sujetaban los cinco años de mi hija, Rocío, camino de la playa. Aún seguía siendo yo el arrastrado aunque esta vez por la manecita entusiasta de su propietaria, dos coletas sujetas con mariposillas de plástico en el pelo, una voz chillona de pura histeria, que adivinaba desde lejos un castillo de Cenicienta en cartón piedra.

Permanecimos sentados en la arena, en un corro enorme de prudencia, mientras el fuego consumía los celestes y rosas de sus cúpulas, torreones y ventanucos, princesas rubias y audaces galanes, ante la mirada fija, inmóvil y sorprendida de la niña. Hubo fuegos de artificio y la gente acabó dispersándose en busca de sus propios sueños.

A medianoche, como dicta la tradición, cerca de los rescoldos y el bullicio, sujeta aún de mi mano que esta vez le aliviaba el sobresalto emocionado, sumergimos los pies descalzos en la orilla. Un lametón de mar con reflejos de luna nos estallaba olas entre los dedos. Rocío, esa noche, su primera de San Juan, no pasó miedo, porque su risa de cristal y el chapoteo de sus piececillos, habían matado todos los temores.

(Junio 2008)

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