sábado, 5 de noviembre de 2011

El juego de la vida


"Usted no puede ganar.
Usted no puede empatar.
Usted no puede abandonar el juego"


         (Leído en alguna parte)

sábado, 21 de mayo de 2011

sábado, 9 de abril de 2011

Jardinerita

El jardincillo, si es que puede dársele tal nombre, no es más que una excrecencia alargada, una herida verde, en el centro del aparcamiento. Tiene unos pocos árboles en hilera, asentados sobre una base de césped en que abundan aleatorias calvas. Lo bordea un trazo de adoquines formando dientes de sierra, que supedita el diseño a la función, la de aparcar. A pesar de todo, es un jardín mimado, pues los muros que rodean la zona le protegen de caprichosos vientos, y a la vez, le permiten gozar el sol durante el día.

Antes también había gatos que haraganeaban en el césped, pero eso acabó cuando llegó la jardinera. Ahora dormitan en la explanada de cemento o la carrocería de los vehículos. Los expulsó sin remisión, como Jesús a los mercaderes del templo. Ya he dicho que es un jardín mimado.

Esta chica, alta y flaca, perennemente vestida con su mono azul, es un personaje peculiar. Y hasta entrañable, diría. Debe rondar los 30 años, y no le he visto jamás otras herramientas que una escoba y un recogedor. No usa tijeras de podar, ni guantes, ni abonos, ni otros utensilios típicos de jardín. Escoba, recogedor y sus manos, eso es todo.

La veo cada día desde la ventana, cuando comienza su jornada, parada de pie, sujetando la escoba en la que apoya la barbilla, pensativa, mirando fijamente el jardincillo. Parece meditar, o quizás entabla un mudo diálogo con las plantas, inquiriendo como pasaron la noche o averiguando sus necesidades. Recorre luego el perímetro y arranca una hierba aquí, una hoja allá, reparando cuidadosamente con sus manos los inapelables yerros del césped, irreparables por otra parte. Riega una zona, quita un hierbajo, barre un poco de tierra caída al pavimento, se arrodilla al borde para observar mejor, o levanta la mirada perdida al cielo. Todo ello de forma tan pausada que parecen escenas rodadas a cámara lenta.

La chica anda mal. Tiene un problema de coordinación en las piernas que le hace difícil la marcha. Sobre todo, arrancar. Los pies no parecen decidirse a ir en la misma dirección, titubean y se paran, hasta que tras varios intentos, inicia un incierto y torpe camino que me mantiene en vilo. Una mañana apareció, sorpresivamente, con zapatos de tacón. Y su mono de siempre. Durante un rato tuve el corazón en un puño esperando el accidentado desenlace. No sucedió, o simplemente no lo vi. Además de sus pies, alguna otra maquinaria en su cerebro no funciona correctamente. Al menos no en el sentido que el resto de los humanos entendemos por corrección.

Alguien me dijo que estaba así desde que la abandonó su marido, y ese día cambió mi apreciación y mi percepción de ella. Imaginé su sufrimiento, las cuchilladas de soledad que debió sufrir su corazón, para acabar así. El amor, ese sentimiento avasallador, esa fuerza brutal de la naturaleza humana, que es capaz de convertir a un humano en superhombre, que nos transforma en seres invencibles a la enfermedad y a la muerte, tenía esa otra cara: su ausencia repentina, la privación de la dosis diaria indispensable para vivir, puede cambiarnos en muñecos de trapo. Desde entonces, cuando la miro, me invade un enorme sentimiento de tristeza y compasión, e imaginando su dolor y su nostalgia, recuerdo aquella canción de Aznavour:

Qui frôlera tes lèvres
Et vibrant de fièvre
Surprenant ton corps
Deviendra ton maître
En y faisant naître
Un nouveau bien-être
Un autre bonheur?

(“Qui?” Charles Aznavour)

domingo, 3 de abril de 2011

"Mademoiselle Chambon"

A quien haya leído el excelente ‘Memorial del Convento’ de José Saramago, seguro que esta película le traerá a la memoria los callados (aunque no por ello menos clamorosos) amores de Siete Lunas y Siete Soles. Callados porque no existe entre ellos una sola palabra de amor, aunque se lo demuestren luego, a cada momento, de mil formas distintas.

“Mademoiselle Chambon” fue dirigida en 2009 por Stéphane Brizé, y todo en ella huele, sabe y suena a francés. Es una película en que las miradas y los silencios son mucho más clamorosos que las palabras. De hecho, si se suprime el sonido, se entenderá perfectamente, pero no al revés: si nos limitamos a escuchar solamente, no nos enteraremos de nada de lo que ocurre, aunque disfrutaremos de la estupenda banda sonora de Ghinozzi con piezas de Elgar y Vecsey, rematada por un escalofriante “Septembre (Quel joli temps)” en la voz de Barbara, que acompaña los créditos finales.

¿Y de qué va la historia? Es muy sencilla, casi sin trama: del enamoramiento entre un albañil felizmente casado y una maestra de pueblo, soltera y amante de la música, ambos perfectos en sus papeles; no he visto actor más albañil, ni maestra más sencilla y con una vida más simple.

La ocurrencia del director sí tuvo su aquél: ambos actores estaban divorciados (entre ellos) ya cuando el director los eligió para que fuesen los intérpretes.

En esta película, las miradas son el centro de la acción. Con ellas se habla, se advierte, se sospecha, se ama, se confiesa, o se arrepiente. Es como si existiesen dos historias distintas en la misma trama: la que cuentan las palabras y la que pregonan los ojos, pues ellos son los protagonistas. No los gestos, que escasean aunque sean significativos, y no las voces, que dan un aire casi anodino a la historia: los ojos son los que cuentan la película.

Dicen que las películas románticas francesas nunca acaban bien. Yo diría que esta tiene el fin ideal, aunque para muchos la historia pudiese terminar de otra forma. Y es que, además de hablar del amor, la película plantea el tema de la responsabilidad (que no me suena nada ajena), si bien asumida de forma diferente según el personaje. Pero el final no es lo importante en este caso, resuelto en escasos minutos, a través de un largo túnel de color amarillo, sino todo lo le que antecede.

No me queda más que recomendarla con entusiasmo, recordando que la mayoría de las películas excelentes, por desgracia, no figuran en ningún “top ten”.

sábado, 2 de abril de 2011

El Angel Caído


No, no es frecuente encontrar estatuas dedicadas al diablo. Independientemente de las creencias de cada cual (y las mías son nulas), resulta llamativo en nuestra cultura religiosa (incrustada a veces desde la niñez, machaconamente, a base de martillo y escoplo) hallar una representación del “mal” expuesta al público; mucho menos, que esa representación resulte mucho más atractiva que la de cualquier ángel o dios venerado o adorado por sus creyentes, de esos de manos juntas en el pecho y mirada perdida en el azul del cielo.

En el Retiro madrileño existe una fuente, situada en una plazuela que lleva por nombre Glorieta del Angel Caído, en cuyo centro hay un monumento en bronce con ese nombre. El autor de la estatua fue el madrileño Ricardo Bellver, de quien es la obra más importante, y permanece donde está desde 1885. Está inspirada en “El paraíso perdido” de Milton.

“Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado" (Milton, El paraíso perdido, canto I).

Haciendo oídos sordos a las protestas de la sociedad madrileña de la época, escandalizada ante la idea de levantar un monumento a Satanás, por iniciativa del duque Fernán Núñez, que donó la cantidad de 11.000 duros, se llevó a cabo este proyecto, sin que sirvieran de nada (menos mal) las maniobras de los sectores más retrógrados, reacios a su realización. Hubo incluso sacerdotes que llegaron a exorcizarla.

La estatua representa un ángel de color oscuro, contorsionándose y con las alas desplegadas, que quiere frenar su caída apoyándose en las rocas que le sirven de base, mientras una enorme serpiente se enrosca a su cuerpo. Personifica a Lucifer, el ángel más hermoso de la cohorte celestial, expulsado por dios del paraíso por desobedecer y rebelarse contra sus mandatos.


Existe una leyenda, según la cual, se encuentra exactamente a una altitud topográfica de 666 (la marca de la Bestia) metros sobre el nivel del mar (referenciado, tradicionalmente, a Alicante), y más de uno considera que es un “homenaje” a Lucifer. Fuere como fuere, lo cierto es que el monumento atrae no solo por sus exquisitas formas y composición, de tintes helenísticos y románticos, sino también por el componente morboso de su belleza, tanto a los que hemos pasado por allí alguna vez como un simple turista enamorado de Madrid, como a los amantes de lo esotérico, que creen ver en ella algo más que una simple estatua.

Podría decir que la forma más rápida de encontrarla es acceder por la entrada de Alfonso XII (Cuesta de Moyano arriba), pero tratándose de los bellísimos Jardines del Real Parque del Buen Retiro de Madrid ¿a quién le importa las distancias?

sábado, 26 de marzo de 2011

Orquídea


Es difícil sustraerse a la fascinación que ejercen las orquídeas. Reclaman la atención de quien las contempla con un afán de exclusividad rayano en la hechicería. Orquídea, del griego orchis (testículo), fue descubierta y denominada así por Teofrasto en su obra ‘De causis plantarum’, debido a esos tubérculos en forma  de ‘cojoncillos’, con que cuentan las especies de hábito terrestre.

Sin embargo, ese hechizo que ejerce en quienes posan su mirada en ellas, no carece de un punto de aprensión o de recelo, al menos para mí. Hay algo en su belleza que me desasosiega; quizás sea su perfección o el sortilegio de su colorido, o su cuasi perfecta predisposición para la supervivencia.

Uno, que de esforzado senderista y observador del detalle, tiene poco, porque del campo le atrae el paseo, la vista de conjunto, el aire, el verdor, el recostarse o triscar por la hierba y gozar de la paz que Fray Luis de León (“¡Oh monte, oh fuente, oh río!/ ¡Oh secreto seguro deleitoso!”) y Horacio (“Beatus ille”) cantasen en sus escritos, vio por primera vez esa flor en Madrid, en una floristería de la calle de José Abascal. Arrancada de una rama, corto el tallo embutido en un pequeño frasco con agua, y en una cajita ad hoc, transparente, viajó en avión hacia Melilla más de una vez. Y así, tal como salía de la tienda a casi 700 kms. de distancia unas horas antes, permanecía meses y meses, sin perder un ápice de su frescor y belleza. Por excepción, en San Lorenzo, me hice con otra orquídea que solo fue flor de un día y una noche. Pero esa es otra historia que en nada afecta a esa propiedad única de estas flores, aunque para mí fuese aquél un día y una noche inolvidables. Se dice que las hay inmortales; de hecho se conocen algunas recolectadas en el siglo XIX que todavía crecen y florecen en muchas colecciones (Royal Botanic Garden, Kew. Science & Horticulture. “Orchid structure: the inflorescence”).

Se dice, incluso, que las epífitas, o sea, las que crecen sobre otro vegetal, normalmente árboles, usándolo solamente como soporte, pero sin parasitarlo, pueden ser eternas. De hecho, en la naturaleza, su supervivencia está ligada a la vida del árbol que las sostiene.

Parece haber algo mágico en esas flores (¿por qué suelen regalarse de una en una y no por ramos o docenas, como las rosas? ¿solo por su precio?) y quizás de ahí mi desasosiego hipnótico al contemplarlas; puede que sea su tendencia a la inmortalidad, o quizás la tersura de sus hojas, que a uno que es dado a buscar similitudes, se le antoja como muslo de  mujer. Motivos ambos de perturbación, ¿o no?


miércoles, 16 de marzo de 2011

La Gloria de Don Ramiro


Enrique Larreta (1875-1961) fue un escritor argentino que pasó bastante tiempo en España. Formó junto a Unamuno y Zuloaga un trío de amigos famoso en su tiempo. Google dispone de toda la información que se desee obtener sobre todos ellos. 

La Gloria de Don Ramiro (una vida de tiempos de Felipe II)’, publicada en 1908, y que figura entre sus mejores obras, cayó en mis manos de forma accidental, precisamente gracias a un comentario sobre el prólogo que para la misma hizo don Miguel de Unamuno cantando sus excelencias (recuerdo textualmente: “retrata como ninguna otra el alma castellana”), y que, desgraciadamente no encabeza la edición que tengo en mi poder. 

La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en recomendables hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios ‘milagros’ de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, “los genoveses” (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano,  temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes. 

Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla. 

Mi edición es la 13ª de Espasa y Calpe para la Colección Austral, de 1970, conseguida a través de Iberlibro, pero da igual, donde y como quiera que la halléis, no la dejéis pasar de largo. Os lo recomiendo encarecidamente. 


Reivindicación de Mújica Laínez

Me tropecé con Mújica Laínez, don Manuel, por pura casualidad, como me ha ocurrido mayoritariamente con los autores que de verdad me han entusiasmado. Debió ser la sobreabundancia de libros en la biblioteca pública o las estrecheces que éstos empezaban a padecer en los anaqueles, el caso es que había un añadido extraño, estrecho, como una librería de salón, de no más de un metro de ancho, atestada de libros en un lugar que antes era solo pasillo. En la parte superior, justo a la izquierda, Bomarzo era el primero. ¿Mújica Laínez? Me suena, pero no sé de qué. Lo llevé a casa, y después de las cien primeras páginas, aprovechando el primer viaje a Madrid y mi obligada visita a la Casa del Libro, lo compré. Algo parecido me ocurrió con los otros dos que componen una trilogía no declarada: El Unicornio y El laberinto. Esta vez fue Uniliber quien me echó una mano para hacerme con ellos. Prácticamente, desde que puse mis ojos en la primera página de Bomarzo, no paré hasta acabar esa trilogía. Y no me arrepiento. 

BOMARZO transcurre durante el renacimiento italiano y narra la vida de un príncipe, Pier Francesco Orsini, un personaje deforme obsesionado por la creación de un jardín de monstruos cuya belleza aún perdura y que atrapó al propio Mújica, que decidió escribir la historia novelada y novelesca del jorobado príncipe. En ella podemos asistir desde la coronación de Carlos I de España a la batalla de Lepanto, pasando por la cotidianeidad del crimen y las poco edificantes costumbres de papas y personajes de la época. Al parecer, de esta obra, la más famosa de las tres, salió una ópera cuyo éxito o fracaso, desconozco. 

EL UNICORNIO, segunda obra de la trilogía, se desarrolla en la Francia de la Edad Media. Su protagonista es un hada (sí, un hada con cuerpo de serpiente y alas de murciélago ¿qué pasa?), testigo de los avatares de esa época tumultuosa de las Cruzadas, que sigue las peripecias de su prole hasta la toma de Jerusalén por Saladino. La ferocidad y la brutalidad de aquellos oscuros tiempos ponen el marco de este mágico relato, en que la fantasía es una de sus principales bazas. 

EL LABERINTO, última de la zaga, resulta mucho más familiar sobre todo en su primera mitad. Ginés de Silva, el chico que en la parte inferior del cuadro 'El entierro del Conde de Orgaz' mantiene un cirio encendido mientras contempla al espectador (y que según ciertos autores era hijo del Greco), nos mostrará la España de los tiempos de Felipe II, sus bellezas y sus miserias, antes de partir hacia las Américas. Declara ser hijo de la 'ilustre fregona' cervantina y sobrino del 'Caballero de la mano en el pecho', y con esos mimbres, Ginés nos presentará a personajes que van desde Lope de Vega al Inca Gracilaso, pasando por Fray Martín de Porres o Juan Espera en Dios (el Judío Errante que aparece en todas las de la trilogía de una forma u otra). 

En común mantienen una excelente literatura, un estilo sin desperdicio que obliga a leer pausado, sin prisas, disfrutando siempre de su forma de contar, más que de la historia en sí. Una pléyade de personajes abarrota cada una de sus obras, a veces de forma circunstancial tan solo, convirtiéndolas en auténticos maremágnums, en verdadero plató de cine inundado de extras. La magia es, de alguna forma, algo común a las tres, si bien es en EL UNICORNIO donde más resuena su voz. La calidad literaria y el interés se mantienen en toda la trilogía, decayendo algo, para mi gusto, en el último tercio de EL LABERINTO. 

Lo último ha sido su ‘Misteriosa Buenos Aires’, una colección de cuentos breves, muy entretenidos, generalmente situados entre los siglos XV al XVIII. Como ocurre con muchas obras literarias, comprenderé a quien se apasione con su estilo o lo denoste, asumiendo que no es material de consumo para el gran público o el amante exclusivo de betsellers de acción trepidante, escasa profundidad y poca complicación. Pero a mí, Mújica Laínez, me ha subyugado. 

martes, 15 de marzo de 2011

Tres visiones de San Juan

Olivia arrastraba mis cinco años lastrados de espanto, de la mano, en la oscuridad de una noche de faroles y grillos apagados, hacia la rojiza claridad del fuego. Yo refrenaba el paso quedándome a su espalda. La hermosa trenza pelirroja colgaba hasta su cintura de quince primaveras pobladas de pecas.

-No tengas miedo, no pasa nada –me susurró.

Pero los gritos y la fantasmagoría de gente saltando sobre las llamas, me ponían más terror que ir en la dirección contraria, hacia el cementerio, que estaba tan cerca de casa que muchas veces tocaba oír el gorigori a cualquier hora, cuando había entierro.

Llegamos al corro de gente, al centro de la bullanga y el griterío. Algo alargado, grueso y negruzco, recostado sobre la fogata medio consumida, era el reto a saltar que la chavalería no se pensaba dos veces.

-¿Qué es eso? –pregunté a Olivia señalando el bulto oscuro y chispeante que atravesaba el círculo de la fogata.
-Un hombre muerto.

A pesar del tiempo transcurrido, ese instante es un recuerdo que permanece en alguna hilacha indeleble de mi memoria, sin posibilidad de borrarse. Al día siguiente, temprano, la inquietud de mi sueño seguía allí, pero la magia se había evaporado: solo un tronco de palmera, carbonizado, pero con la forma que la preciosa Olivia y el atávico terror infantil habían esculpido en mi mente.

- - - -

Años más tarde, acotado entre los paréntesis de mis padres, recuerdo el arco de una calle, a la salida de una plazuela de pueblo, junto al que, tendida de balcón a balcón, una cuerda sostenía una silla en la que se sentaba un monigote perfectamente ataviado. El que la boina sea aún lo más permanente en mi memoria, solo puede deberse a que humanizaba al fantoche confiriéndole humana apariencia. Y la silla.

-¿Qué es eso? –pregunté a mi madre.
-Un júa.
-¿Un qué?
-Así le llaman aquí: un ‘júa’, un Judas, un mal hombre al que hay que quemar por San Juan.

En esa ocasión había tanta gente que el fuego solo se imaginaba por el resplandor de las paredes, blancas de cal. Los encargados de sostener la cuerda iniciaron un suave vaivén acompañado del silbido estridente de la multitud. En un momento dado, se aflojaron las cuerdas, descendió la silla y, es de suponer, el fuego convirtió en cenizas el muñeco, pero mi mente permanece virgen a esa imagen.

- - - - -

Lustros después, era mi mano la que sujetaban los cinco años de mi hija, Rocío, camino de la playa. Aún seguía siendo yo el arrastrado aunque esta vez por la manecita entusiasta de su propietaria, dos coletas sujetas con mariposillas de plástico en el pelo, una voz chillona de pura histeria, que adivinaba desde lejos un castillo de Cenicienta en cartón piedra.

Permanecimos sentados en la arena, en un corro enorme de prudencia, mientras el fuego consumía los celestes y rosas de sus cúpulas, torreones y ventanucos, princesas rubias y audaces galanes, ante la mirada fija, inmóvil y sorprendida de la niña. Hubo fuegos de artificio y la gente acabó dispersándose en busca de sus propios sueños.

A medianoche, como dicta la tradición, cerca de los rescoldos y el bullicio, sujeta aún de mi mano que esta vez le aliviaba el sobresalto emocionado, sumergimos los pies descalzos en la orilla. Un lametón de mar con reflejos de luna nos estallaba olas entre los dedos. Rocío, esa noche, su primera de San Juan, no pasó miedo, porque su risa de cristal y el chapoteo de sus piececillos, habían matado todos los temores.

(Junio 2008)

Por Navidad

Hoy toca de guerrero galáctico. Armado de un extraño rifle espacial del que sale un tubo que conecta a algo parecido a una mochila cuadrada sujeta a la espalda, un chocante casco del que un pico de feroz águila sobresale en la frente, gruesas botas de grandes hebillas, pistola de largo cañón sujeto al extremo de una bandolera plagada de gruesos proyectiles, todo él minuciosamente pintado en purpurina plateada que casi no le permite mover las pestañas, permanece de pie, muy quieto, sobre un pequeño cajón.

Edgar Guzmán, ocho meses hace que llegó de otro mundo allende los mares, está plantado en el cruce de Postas y Sal, muy cerca de la Plaza Mayor, precisamente donde Don Baldomero, padre de Juanito Santacruz, tenía, según cuenta Galdós, su tienda de paños, y donde, desde principios del XVII, si bien luciendo aires nuevos, se encuentra la célebre 'Posada del Peine'. Pero Edgar no conoce esos detalles, ni ha tenido nunca demasiado tiempo para lecturas. Si acaso, le suena algo de su paisano, santiagueño como él, Manuel del Cabral:

"Hombres negros pican sobre piedras blancas,
tienen en sus picos enredado el sol.
Y como si a ratos se exprimieran algo...
lloran sus espaldas gotas de charol."

En el plato, ante él, unas pocas monedas que él sabe producto de caridad, que no de salario, porque lo suyo, si bien es esfuerzo, no es trabajo, ni arte, aunque algo de ambos tiene. Que lo digan si no los sudores de julio o los fríos de noviembre. Porque el secreto está en no moverse, en permanecer como ese rey a caballo que hay en la plaza. Y cuando alguien deposita una moneda, aprovecha para agradecerlo con un gesto que le desentumece y le permite variar, siquiera un ápice, la postura.

En su mirada fija, inmóvil, como de piedra, no se reflejan sus pensamientos, que están bien lejos, sobrevolando el mar, al otro lado del mundo. Y nadie observa que tras los sosegados ojos, abraza a su hijo en la distancia, hace el amor con su mujer y bullen planes confusos de retorno, de lejanas esperanzas.

Un niño, de la mano de su madre le mira extasiado, fijamente, con ojos muy abiertos. Va muy abrigado, con guantes, bufanda y gorro de lana de múltiples colores. Le recuerda a su hijo Ramón, y a punto está de romper las reglas y acariciar su cabeza, pero se conforma con un guiño cuando sus ojos tropiezan.

El Ayuntamiento ha puesto miles, millones de luces, que se encienden de repente alumbrando, aún más, la calle. La gente va de prisa (siempre hay prisas en Madrid), cargada de paquetes, entrando y saliendo de tienda en tienda. Resuenan villancicos, panderetas y campanillas, pero sus recuerdos le traen aquél de su tierra que aquí nadie parece conocer:

"Ábreme la puerta
que estoy la calle
y dirá la gente
que esto es un desaire.

Allá dentro veo
un bulto tapao,
no se si será un lechón asao"

Porque el "puerco asao en puya" que es el plato tradicional, no se ve por aquí, ni los pasteles en hojas, los lerenes o el pan de fruta. Y no sabemos si el intenso frío,  los recuerdos o el hambre, le provocan un estremecimiento, como el que le produce ese anuncio de turrón con su 'Vuelve a casa, vuelve, por Navidad'. A punto ha estado de liarse la manta a la cabeza. si tuviese manta, porque es la primera vez que está lejos de todo lo que es su vida en estas fiestas.

Se ha formado un corrillo de gente. Alguien se pone a su lado mientras un flash le deslumbra un momento. Oye el sonido metálico de una moneda en el plato. La noche cae y comienza a nevar. 

(2006)

Mamen

NOTA.- Lo que sigue no es cuento. Ocurrió realmente en la fecha y lugar que indico. Solo he cambiado los nombres. Dudo que tenga interés para nadie, salvo para mi. Pero valga el colgarlo aquí aunque solo sea para que perviva un poco más en mi memoria.
- - -

Mamen era hija del dueño del Restaurante Iruña. Cuando la conocí, hace tanto tiempo que casi marea calcularlo, trabajaba en él, como toda su familia y gozaba de justa buena fama su cocina. Eran de Tudela y habían importado al pequeño pueblo sevillano su suculenta gastronomía. La vi por primera vez cuando empezó a salir con Marcos, mi mejor amigo de aquellos remotos tiempos. Era rubia, muy rubia, con un pelo muy claro, pestañas a juego y la piel muy blanca. Como yo también comenzaba a tontear con chicas, salíamos las dos parejas rompiendo así el trío de íntimos amigos que formábamos con Luismi. Tras varios años de relaciones, inesperadamente, Mamen y Marcos se separaron por causas que nunca averigüé, y casi a la vez, los azares de la vida nos dispersaron a todos sin habernos vuelto a encontrar de nuevo.

Muchos años más tarde, gracias a Internet, logré localizarlos. Marcos y Luismi vivían y trabajaban en Canarias, mientras Mamen continuó en el restaurante del pueblo. Pude ponerme en contacto con mis amigos mediante el sistema tradicional de la carta por correo. Luego vinieron las llamadas telefónicas, espaciadas, pero puntuales en las felicitaciones. Contraje el compromiso de viajar a las islas y reunirnos alguna vez, pero ese día ya no llegará. Marcos murió hace unos meses durante una tonta intervención quirúrgica. Luismi me llamó para darme la noticia.

Al menos una vez al año, cuando que viajo a Sevilla, paso por ese pueblo a saludar a la gente conocida, pero nunca encontré el restaurante abierto. Mamen era ahora la dueña, tras la muerte de sus padres, e incluso me contaban que había prosperado y convertido el lugar en una institución, bastante cara por cierto. Pero mi suerte siempre lo encontraba cerrado. Hasta el pasado día 8 de diciembre.

Ese día, a las 9 de la noche hacía un frío helador. Embutido en una gruesa parka con la bufanda al cuello, me eché a la solitaria calle abandonando la confortable habitación del hotel. No esperaba tener suerte tampoco esa vez, pero el gélido viento soplaba a mi favor: las luces del elegante portal del ‘Restaurante Iruña’ estaban encendidas. No había clientes aún cuando entré al comedor. Dos uniformadas camareras me daban la espalda mientras charlaban con una señora sentada displicentemente ante una mesa vacía. Se volvieron al oír la puerta y en ese momento supe que aquella dama, de pelo casi albino y cara de niña era Mamen.

-¿Crees en los fantasmas? –le pregunté aún envuelto en mi abrigo.

Se levantó con expresión incrédula y a poco una sonrisa asomó a su rostro. Me ayudó a despojarme del engorroso vestuario y nos dimos un emotivo abrazo. Vinieron las atropelladas preguntas de rigor, prometí contarle y me dio a elegir mesa en lo que en otros restaurantes, pero no allí, suele ser la jaula de apestados fumadores. Se sentó enfrente y encendimos un cigarro en silencio como intentando, entre el maremágnum de preguntas que se nos venían a la mente, encontrar la más idónea, la más inocua.

-¿Qué te apetece cenar? –dice por fin.
-Lo dejo a tu elección. No es importante.
-¿Un caldito de la abuela para entrar en calor y cordero asado?
-Y un buen vino de tu tierra. Eso sí es primordial.

Da instrucciones a una de las elegantes camareras y aparece una botella de recio tinto cuya bodega ni siquiera alcanzo a registrar en la memoria, pero sí que es de Navarra. Dos vasos, un brindis y ya fluye la conversación. ¿Cómo te va? ¿Por donde andas? ¿Te casaste? ¿Tienes hijos? Por fin llegamos al meollo de la cuestión:

-¿Volviste a ver a Marcos? –pregunta.
-No, pero sí lo localicé gracias a Internet, le escribí y hablamos varias veces por teléfono, casi siempre por estas fechas.
-Yo me encontré varias veces con su padre. Vive a las afueras del pueblo. Me contó que se había casado, que tenía una hija y que, al cabo del tiempo se divorció. Creo que ahora vive solo con su niña, o eso me dijo, en Las Palmas.
-Mamen, Marcos murió hace unos meses.

Tras unos segundos de indecisión se levanta para interesarse por los platos y traerlos ella misma, mientras se seca una lágrima con el dorso de la mano.

-Nunca quise a nadie más –confiesa entrecortadamente tras unos minutos de silencio-. Sabía que volvía siempre por Navidad a ver a su padre, y yo me dedicaba, como una tonta, a pasar una y otra vez por su puerta, con el coche, por si lograba verlo y hacerme la encontradiza.
-No es ningún secreto, lo sabe todo el mundo. Nunca guardaste discreción en eso –intento distender el triste asunto con una sonrisa.
-¿Quién te lo ha contado?
-Mi suegra, mi cuñada…, la gente que tengo aquí y a los que vengo a ver en cada viaje.
-Es verdad –sonríe también-, nunca me preocupé por ocultarlo.

Insisto en compartir el cordero; es demasiado para una cena, y acepta. El vino acaba y finalizan los postres. No le acepto una copa porque no creo que el aturdimiento sea el remedio a la tristeza. Sigue la charla ante el humo de nuestros cigarrillos. Decide, casi de repente, que estas fiestas volverá a Tudela.

-Ahora no tengo el menor interés en pasarlas aquí otro año. Son fiestas para buscar algo de calor amigo.
-Pero supongo que, precisamente en estas fiestas, será cuando mejor te irá el negocio ¿no?
-Me sobra el dinero, y ahora no sé qué hacer con él.

Sobre la mesa acaricio su mano, pecosa y blanca. No puedo, no sé consolarla, no tengo nada que pueda aliviar su dolor. El local se ha ido llenando de bulliciosos clientes, dichosos poseedores de una reserva previa. No me deja pagar. Me pongo la parka y la bufanda y me acompaña hasta la calle, en mangas de camisa, para despedirme. Nos abrazamos largo rato con todas las fuerzas que nos permiten nuestros brazos, mientras acaricio su nuca de blanco pelo y ella me deja una lágrima en el pecho.

El frío es horrible a pesar de que las estrellas parezcan arder en el cielo.

(Diciembre 2007)

lunes, 14 de marzo de 2011

El gran silencio

Con todos los matices que queramos, hay cosas que se hacen patentes, significativas, por mero contraste. La luz no tendría sentido sin la oscuridad, el frío sin el calor, la verdad sin la mentira, la ausencia sin la presencia o el silencio sin el ruido.

Al, hasta hace poco, oscuro director de cine alemán Philip Gröning, se le ocurrió hace tiempo la original y arriesgada idea de mostrarnos uno de esos puntos de contraste: el silencio y el sosiego más extremos, frente al ruido y la prisa de la vida actual. En 1984 pidió permiso al prior de los Cartujos para rodar una película dentro de la Grande Chartreuse, un monasterio situado en los Alpes, cerca de Grenoble, cuyos orígenes se remontan al siglo XI, paradigma de austeridad y referente de las cartujas del mundo. "No estamos preparados, quizá más tarde", le contestaron. El tiempo allí se mide por distintos parámetros a los que el resto de los mortales estamos acostumbrados, así que, 16 años después, en 1999, volvieron a ponerse en contacto con Gröning: "Ya puede usted venir". Y Gröning fue. Había condiciones, claro. Sólo él podía entrar en el monasterio. Él, su cámara, su micrófono y punto. No podía entrevistar a los monjes. No podía añadir material adicional ni de sonido ni de imagen. No podía usar luz artificial. Y cuando le dijeran "ahí no se rueda", pues ahí no se rodaba. Y los monjes tenían que ver la película antes que nadie.

Convivió con ellos durante seis meses. Trabajó en la huerta, arregló zapatos, cosió botones, cortó troncos, dio de comer a los animales, lavó, fregó, rezó y, como los cartujos, no durmió ni una sola noche más de tres horas seguidas (los cartujos duermen tres horas y rezan dos, duermen tres, rezan dos, etc.). Y, tres horas al día, rodó. Todo su equipo era una videocámara Sony 24P de alta definición y una de super 8. En total filmará 120 horas de material, que después del montaje quedan en 164 minutos. Gröning filmará, montará y producirá la película completa él solo.

La tituló ‘El gran silencio’ (estrenada en España en 2005), y por si el título no fuese suficientemente significativo, os aclaro que en esa película no se habla. O para ser más exactos, se habla lo imprescindible, que es muy poco, poquísimo. Quizás precisamente por ello, el resultado es fascinante, insólito, de una belleza extrema, arcaico pero rabiosamente moderno, una reivindicación activa de la serenidad y el silencio.

Su banda sonora es un prodigio, sin otra música que el gregoriano desgranado a ratos, casi con cuentagotas, por los monjes, permite disfrutar (el que pueda hacer uso de un buen equipo de sonido, que lo use) del sordo caer de los copos de nieve contra el suelo, las gotas de agua contra los tejados, las pisadas del jardinero sobre la hierba o los pasos de los monjes por los graníticos escalones del monasterio. Reconocerá los matices del eco del canto en la iglesia, la amortiguación que da a la palabra los revestimientos de madera en la sala capitular o el ulular del viento entre las hojas.

No es, por tanto, una película para todos los públicos. Para afrontar casi 3 horas de calma, quietud y silencio, sin más argumento, hay que hacerlo con una cierta predisposición de ánimo. Cuando la empecé la primera vez, creí que no lo soportaría, pero me equivoqué. Ni una sola vez abandoné el asiento durante la proyección. Sus planos fijos, lentos y largos, de unas gentes que no tienen prisa jamás, subyugan el ánimo, lo suspenden, atrayéndolo hacia la enorme paz que se respira en la Grande Chartreuse.

La película fue premio al Mejor Documental del Cine Europeo y del Cine Alemán, Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance, así como otros en los festivales de Venecia y Toronto, compitiendo con éxito en su estreno en Alemania con Harry Potter.

(NB.- Aunque el texto recoge mis impresiones personales sobre la película, algunos trozos sobre la historia de su realización están tomados, a veces al pie de la letra, de webs especializadas en cinematografía)

(2007)

Una tumba


Tomo prestado el nombre del relato de Juan Benet, y el estilo periodístico decimonónico de Larra -o eso pretendo, pobre de mí- para contaros una pequeña historia real que desde siempre quise narrar:


Bajo la bóveda del Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial está el altar mayor de la Basílica y, justo bajo éste, se encuentra situado el Panteón de Reyes. El Panteón, ideado por Felipe II para honrar a sus antepasados, fue construido sin embargo por Felipe IV en un estilo hiperbarroco (con columnas salomónicas, abundancia de pan de oro y suelo de pórfido), que poco tiene que ver con el resto de la arquitectura de tan magna obra. Aquí reposan los restos de todos los reyes que en España han sido, de la casa de Austria y de Borbón, excepto de dos: Felipe V, que yace en La Granja de San Ildefonso (Segovia) y Fernando VI, que reposa con su reina, Barbara de Bragança en el Convento de las Salesas, en pleno centro de Madrid. Al afrancesado José Bonaparte ("Pepe Botella" así llamado) ni se le considera rey, creo, porque tampoco está. Hállase, en cambio un rey tan ajeno como Amadeo de Saboya.


El recinto, un octógono perfecto, tiene seis lados útiles, pues el frente está ocupado por un altar y el acceso al recinto -tras sobrevivir a estrechísima y pina escalinata- constituye el octavo, si bien este lado también cuenta con un par de dorados sarcófagos situados sobre el dintel de la puerta, justo los únicos dos que aún están vacíos (aunque ya tienen asignado dueño). La simetría es perfecta: los reyes a un lado, las reinas justo enfrente de su rey. Situándonos con el altar a nuestra derecha y la puerta a la izquierda, los tres lados que quedan de frente albergan a los Monarcas que han reinado en este país, aunque sea tan someramente como un tal Ludovico (Luis) I, que reinó un mes. Sólo una reina entre todos los varones: Isabel II, puesto que ciñó corona de rey, no de consorte; su esposo Francisco la mira furtivamente desde los sarcófagos de enfrente, rodeado de hembras (hay quien dirá que esa compañía le es grata).


Pero las cosas no son tan simples: cada rey solía casarse varias veces, bien fuera por viudez o para asegurar la corona en la línea masculina de descendencia (recordemos las cuatro esposas de Felipe II). ¿Qué reina de todas las posibles ocupa lugar tan preferente junto al esposo? Sencillo... a medias: sólo aquélla que dio a luz a un hijo varón que luego también reinó. Esta solución salomónica, como las columnas del sacro recinto, no siempre funcionó bien, veamos: La esposa de Felipe IV, la encantadora francesita Isabelle que tan bien retrató Torrente Ballester en "El Rey Pasmado", dio a luz al príncipe Baltasar Carlos, inmortalizado por Velázquez en improbable equilibrio sobre su caballo, y poco tiempo después murió; como había dado a luz al heredero, fue sepultada en sepulcro real, mas ¡oh, burla del destino!: un tiempo después moría Baltasar Carlos sin haber llegado a reinar, y años más tarde asumía el trono su hermano menor, hijo de una reina posterior y que, por supuesto, tenía derecho a reposar en dorada tumba. Así pues, ambas están allí comadreando, aprovechando que el efímero Ludovico I murió soltero o con cónyuge en ultramar, que no lo sé muy bien.


Además de este escaso reducto real (léase lo de "reducto" en sentido estricto, pues los cuerpos son reducidos -y yo creo que hasta macerados- antes de ser metidos en sus cajitas de oropel), además, digo, existe el llamado "Panteón de Reinas y de Infantes", que ocupa muchas otras estancias, y allí es donde están enterradas las reinas que no han sido madres de rey (¡también es mala suerte!), así como príncipes, princesas, infantes e infantesas. Algunas tumbas de bebés sobrecogen por el tamaño: desdichas marmóreas que adornan algo que nunca debió ocurrir con una flor de lís en el frente (Borbones) o una bandera rojiblanca (Habsburgos). La tumba que da nombre a nuestro relato se encuentra aquí, cerca de la galante, apuesta y enguantada figura de D. Juan de Austria, muerto en Flandes en épica lid (de ahí que su figura aparezca labrada en el sarcófago con el guante puesto, ya que quitado significaría en la iconografía al uso una muerte por causa natural).


La tumba a que nos referimos es sencilla, sin labrar con figura humana alguna, en basalto gris brillante; su única peculiaridad es su tamaño, su enorme anchura. En ella yace, al parecer, una princesa o infanta llamada Teresa -quizá algún lector amable y mejor documentado que yo sepa a quién me refiero y nos lo aclare; yo apenas soy una mera turista con ínfulas de cronista.


Teresa estaba perdidamente enamorada de su marido, de ingrato recuerdo, y parece que era algo mutuo. En vida se prometieron compartirlo todo: mesa, lecho, hacienda, hijos, suerte y fatum. Y, llegado el infausto momento de la muerte, compartir también tumba. Mandaron construir el monumental sarcófago negro, con dos huecos que se habrían de comunicar por dentro, para darse las manos y pasar el trago acompañados. Murió Teresa, y su lloroso compañero la alojó en la mitad izquierda del magno túmulo. "Espérame, amor, que en seguida llego", parecía decir el transido amante. Pero la Parca es caprichosa, y no entraba en sus planes llamar a este príncipe tan pronto, así que, pasados los años, semiolvidada Teresa, volvióse él a casar por razón de Estado. Cuando murió, el ingrato mandó ser inhumado junto a su segunda esposa, dejando un hueco imposible de llenar en el sepulcro de basalto de Teresa... y en mi corazón cuando me refirieron la historia.


En los días heladores de invierno, cuando alzo la persiana del salón de casa y veo escarchada la bóveda de la Basílica, y las grandezas y miserias que oculta debajo, pienso en el intenso frío que sentirá Teresa allí sola, amputada de su mitad amada, dando la mano al vacuo agujero que nunca contuvo nada, y nunca contendrá nada más que olvido y decepción.

(La autora de esta entrada es A. P.)

domingo, 13 de marzo de 2011

Pirata

Se llamaba Luis y llevaba en sus ojos toda la luz de los 16 años. Le llamé 'Pirata' por su afición a los juegos de ordenador por los que nunca estuvo dispuesto a pagar. Venía por casa, amigo de mi hijo y compañero de instituto, perenne mochila a cuestas cargada de discos, de música, de cómics y sobre todo de ilusiones de una vida por estrenar. Sus sempiternos vaqueros, deportivas de trekking, su camisa a cuadros siempre por fuera o la sudadera anudada al cuello, despreocupado de modas y convenciones.

    -¿Conoce este juego?
    -'Pirata', ya sabes que a mi no me van y no pierdo ni un minuto con ellos.
    -Ya, pero me gustaría echar unas partidas y no me deja. Pide unas claves.

Y yo echaba un vistazo a la red o curioseaba los archivos a ver si descubría el truco, la forma de obviar. El me miraba hacer, esperanzado. Con toda la capacidad de esperanza que se tiene a esa edad. A veces había suerte y por un par de casualidades llegó a creerme un semidiós.

Tenía el don de caer bien, el 'Pirata', a todo el que topaba con él. Era franco y abierto, decía lo que pensaba sin pensar mucho lo que decía. Sin miramientos, hacía enarcar las cejas del oyente, pero nunca enfadaba.

    -¿No te dejan usar el ordenata en casa?
    -Estoy castigado. Un par de suspensos en lengua e inglés.

Hijo único del primer matrimonio de su madre; compartió luego en el segundo su existencia con una hermanilla rubia de ojos celestes, a quien paseaba orgulloso de la mano por las rotondas del parque. Siempre le vi feliz.

'Pirata', siempre fuiste puñeteramente inoportuno. Te conocía desde que tocabas el timbre: una nota corta, muy corta, como temiendo molestar con el sonido. Parecías elegir a propósito el peor de los momentos para venir con tus juegos. Pero siempre me alegró verte de nuevo y recibirte en mi despacho, de acotada admisión. Siempre fuiste bienvenido. Tras tirar la mochila en el sillón, hurgabas en ella buscando el CD o el diskette de turno. Lo sacabas con un gesto teatral y lo ponías ante mis ojos intentando sorprenderme. A veces, cuando tu padre te castigaba, yo te dejaba jugar un rato allí.

Maldito imbécil. Se me escapó un gemido cuando supe que habías muerto, 'Pirata'. Mi hijo me trajo la noticia. Me contó que tu felicidad solo era una fachada, que tu desparpajo y alegría de vivir eran la máscara que te pintabas cuando venías a casa. Que tus verdaderos problemas solo los contabas a tus amigos de verdad. Cuanto hubiese dado en esos momentos porque, en vez de juegos, me hubieses traído esos problemas, chaval. Te hubiese echado una mano. O lo hubiese intentado. No habrías acabado así, joder.

Colgado del perchero en el armario, ahorcado con una corbata de tu padre. Esa no es forma de morir, 'Pirata', maldito imbécil.

(Basado en una experiencia real)

2009

Instante

Pensó que era injusto. Tantas horas de maquillaje y peluquería, tanto esmero en el arreglo para que el vestido negro le quedase como un guante, y ahora las perlas del collar rebotaban sueltas por el suelo. El espejo le devolvió una mueca de congoja mientras él se empeñaba en la cremallera de su vestido.


(2010)

En carne viva

Carne viva entre mis brazos
retazos de piel soñada,
carne viva entre mis labios
y canciones de almohada.

Murmullos de olas y fuentes
nos mecieron sin palabras,
frente a espejos envidiosos
de cuerpos que se entrelazan.

Galope de corazones,
roces de piel erizada,
peregrinos entre sábanas
húmedas de madrugada.

Mordiscos de carne viva
soldando heridas despiertas,
enterrando mil pasiones
entre las piernas abiertas.

Carne viva sobre el lecho,
mil vergüenzas ignoradas,
adorméceme el corazón
perdedor de mil batallas.

Déjame acercarme a ti
que está la noche muy fría,
déjame, así entre tus pechos,
desbrozar la anochecida.

Sueño dormirme a tu lado,
y despertar cada día
dibujando amaneceres
sobre piel en carne viva.

(A Azucena, que lo inspiró) 

Apuntes de viaje: Zamora


"Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso;
que del cerco de Zamora
un alevoso ha salido;
Bellido Dolfos se llama,
hijo de Dolfos Bellido;
si gran traidor es el padre,
mayor traidor es el hijo."

Penetrar en Zamora por el Portillo de la Traición, por donde Bellido Dolfos atravesó sus murallas clamando a voz en grito el asesinato de Sancho II, es toparse súbitamente con la historia. Estamos en el parque del castillo, a nuestra izquierda, San Isidoro, una de las veintitantas iglesias románicas, cargadas de cigüeñas, con que la ciudad nos sorprende a cada paso. El cimborrio bizantino de la catedral nos saluda desde lejos. Abajo habremos dejado Santiago de los Caballeros, donde fuese armado como tal el Cid, ese gran mercenario. No se puede evitar que resuenen al oído palabras del viejo romance:

"¡Afuera, afuera, Rodrigo, el soberbio castellano!
Acordársete debría de aquel buen tiempo pasado
que te armaron caballero en el altar de Santiago,
cuando el rey fue tu padrino, tú, Rodrigo, el ahijado;
mi padre te dio las armas, mi madre te dio el caballo,
yo te calcé espuela de oro porque fueses más honrado;
pensando casar contigo, ¡no lo quiso mi pecado!,
casástete con Jimena, hija del conde Lozano;
con ella hubiste dineros, conmigo hubieras estados;
dejaste hija de rey por tomar la de un vasallo."

Reproches de doña Urraca, personaje fascinante y casi desconocido de nuestra historia, hacia el caballero que olvidó su promesa de casamiento.

Zamora es románico, por si no lo habíamos dicho claramente, es piedra y paz, es pueblo que aspira a ciudad, abrazada por el Duero, cuyas tranquilas aguas necesitan ser agitadas por los azures para que parezca río en vez de espejo, es poesía e historia, de calles trazadas por serenos paseos.

Junto a la casa del Cid, la puerta del Obispo parece despeñarse sobre las aguas remansadas. La rúa de los Francos nos lleva a la iglesia de la Magdalena, de majestuoso porte; a Santa María la Nueva, testigo reconstruido de lo que fue uno de los episodios (no sabemos si históricos o legendarios) más sangrientos de la ciudad: el motín de la trucha, y al palacio de Alba y Aliste, transformado en bello Parador de Turismo. En la plaza Mayor, la calle de Balborraz o de los artesanos, pina cuesta que goza de merecida fama en ser la más fotografiada de Zamora, y poco más allá, Santa Clara, la calle por excelencia, la de las compras y los paseos, cafeterías y restaurantes, con un muñón, precioso muñón, en el centro: Santiago del Burgo, exenta y aislada, aunque exista la posibilidad de degustar algún plato apoyada la espalda contra sus muros. Un restaurante de terraza, así lo ofrece. Y más allá, la Marina, la ciudad moderna, el contraste del tráfago diario frente al silencio esculpido en piedra de su casco histórico y su Semana Santa.

Zamora es tierra de ajos y de vino ("que se mastica más que se bebe", según el dicho popular), de carnes castellanas y de pescado de Portugal y Galicia, con quien avecina. Toro le da los tintos, los blancos y rosados, Fermoselle y Benavente. Aliste su buena carne, Fuentesaúco las legumbres, el Duero le da la paz, la calma de sus aceñas, incluso la playa de Pelambres, llamada cariñosamente "de Benidorm".

Balborraz abajo, junto al río, una extraña conjunción de iglesia románica y fábrica de cerveza ha sido transformada en precioso hotel. El ábside del siglo XIII de Santa María de la Horta, me da las buenas noches por la ventana.

(2005)

sábado, 12 de marzo de 2011

Qui?

La noche se presenta triste.
Dos copas, y tú al otro lado.
El escuálido reloj en la pared, que sólo marca seis horas.
Menos mal aquél beso conchabado,
las katiuskas y aquél río de lava
que corría bajo nosotros,
y los regantes del Palacio Real,
y Aznavour.
Y la lluvia. 

Apuntes de viaje: Segovia


"... yo os ofrezco en el llar
el fuego de un corazón,
que late en este mesón,
alegre como un cantar.
Os brindo también con él,
a la usanza de Castilla,
buen jarro, tosca vajilla,
buen yantar, limpio mantel."

(De la carta del 'Mesón de Cándido")


Dice el tópico que Segovia tiene forma de barco. El Alcázar, del que me contó Azucena que inspiró los castillos de Disney, sería la proa, mientras la Catedral, "la dama de las catedrales", figuraría el velamen, y el Acueducto -veinte siglos piedra sobre piedra, sin argamasa que las una- el muelle donde atraca. El Eresma y el Clamores, dos ríos formando tijera, que parecen querer cercenar la imponente mole donde se sitúa el palacio y fortaleza de los Trastámara, fijan a verde pincel los límites de la ciudad antigua.

Más allá, extramuros, los Carmelitas, donde San Juan de la Cruz yace entre escandalosos dorados, ajenos y lejanos a su humilde voluntad; la Fuencisla, con su leyenda de María del Salto, la judía conversa que su marido arrojó por las Peñas Grajeras y fue salvada, milagrosamente, por un coro de ángeles; el monasterio del Parral, modelo para trazas escurialenses; o la Vera Cruz, ese misterioso templo en dodecágono, aislado y solitario, con visos de leyenda, atribuido a los caballeros del Temple o a los del Santo Sepulcro. A la derecha, lejos, San Lorenzo, el barrio medieval por excelencia, testigo de numerosos rodajes para el cine. Bastante más, casi en el horizonte, está Zamarramala, la villa en que un día al año, por Santa Águeda, la mujer toma las riendas del poder y la vara de mando del consistorio.

La Plaza Mayor, donde Isabel de Castilla fuera coronada reina, es el codo por donde la ciudad dobla el brazo de sus calles. Por un lado, la ruta hacia el Alcázar, atravesando el barrio de los Canónigos, de calles sinuosas, estrechas y oscuras, que se cerraban de noche a cal y canto, tras la Puerta de La Claustra; el barrio de los Caballeros, asomado al despeñadero sobre el río, desde donde (calle de los Desamparados) Antonio Machado cantase a doña Guiomar; la Judería, tras la catedral, de pinas y agrestes calles, aún conserva en sus paredes signos de sus antiguos moradores y donde, en cualquier momento, espera el visitante oír la salmodia de la Torah. Hacia el Acueducto, la calle Real, de esgrafiadas fachadas, nos guarda la sorpresa de San Martín, con su bello atrio de columnas pareadas, típico del tardorománico segoviano. Sírvele de compañía la efigie de don Juan Bravo, el héroe por excelencia, comunero muerto en Villalar, y poco más abajo, la Casa de los Picos.

Casi veinte iglesias románicas hay en Segovia, que junto a Zamora, constituyen las ciudades-patrimonio del antiguo arte. Déjenme citar San Esteban, con su preciosa torre bizantina, San Justo, la Trinidad, San Lorenzo o San Millán, como ejemplos palpables de una belleza que abruma al viajero. O magníficos torreones, como el de Hércules, Arias Dávila o de Lozoya, que sobrecogen el ánimo, y nos traen recuerdos de históricos personajes (Eraso, Portocarrero, Cuellar), prohombres de otro tiempo.

Llegados abajo, a la plaza del Azoguejo, ese enorme lagarto dormido que es el Acueducto, atrae todas las miradas. De él nos habló Cervantes, Quevedo en su Buscón ('yo, señor, soy de Segovia"), el Arcipreste de Hita, Lope de Vega, que conoció aquí su cárcel, Santa Teresa o Mesonero Romanos. Allí, junto al viejo Acueducto, el mesón de Cándido, que no parece irle a la zaga en su exquisita vetustez, con solariega terraza cuando el tiempo lo permite, refugio de sibaritas del buen comer.

Pero eso no es problema en Segovia, que cuenta con infinitos figones donde los gozadores del yantar se sentirán siempre satisfechos. Permitidme, por una vez, las 'sugerencias del chef': sopa castellana para calentar el estómago, judiones de la Granja para abrir el apetito, y cochinillo al horno de leña para calmarlo. Sirva un buen Ribera del Duero para el riego, y un ponche segoviano -finísimo pastel de la tierra- para el 'ite misa est'.

(2006)

Amenaza letal

Cuando vi la mano acercarse hacia mí, pensé que había llegado el final. Dicen que en el momento crítico en que la vida y la muerte se confunden en el mismo segundo, uno ve pasar ante sí, como en una película, toda su existencia. Yo solo vi mi última época. Un alud de imágenes arrancó de mi pensamiento vagos sueños de campos floridos y bosques verdes e idílicos, y en su lugar, se alzó la punta roma y azulada del peligro inhóspito. La realidad cotidiana me golpeó con su punta de lanza.

Encerrado sin motivo entre los barrotes de aquella prisión de suelo pedregoso y árido, había dedicado cada capítulo de mi vida consciente a escapar de ella, sin resultado positivo. En las noches oscuras en que los guardianes se ocultaban a mi vista, recorrí lentamente cada rincón, examiné cada barrote y cada esquina, analicé sus techos demasiado altos, y removí cuidadosamente las piedras del suelo, buscando un resquicio. Los inútiles esfuerzos por intentar escapar me dejaban exhausto y abatido. Más de una vez, mi existencia me hizo recordar la triste vida de Segismundo, encerrado en su húmeda y triste celda. Y ahora, esa mano amenazante me acechaba cada vez más próxima.

Mi memoria es limitada. No recuerdo a mis padres, de los que me apartaron recién nacido, como hacían en Esparta. Mi infancia no son "recuerdos de un patio de Sevilla", como dijo Machado, y a nadie oí mencionar siquiera, el lugar en que nací. La mayor parte de mis conocimientos se los debo a la televisión, ante la que he pasado largas horas de mi vida. Precisamente debido a su influencia, el título de AMENAZA LETAL, me pareció adecuado para narrar este pedazo de mis memorias.

Es curiosa la cantidad de imágenes que puede pasar en un segundo por nuestra mente. Y el cúmulo de reacciones que nos provocan. Al principio pensé huir ¿pero a dónde? Recordé a Steve McQueen en "La gran evasión", pero para él era fácil. Al fin y al cabo tenía un buen equipo y había gente que excavaba túneles, pero yo estaba solo y la dureza del suelo hacía imposible esa ilusión. En "Fuga de Alcatraz", Clint Eastwood aprovechaba desagües y bajantes, igual que Tim Robbins en "Cadena perpetua", pero nada de eso había aquí.

La monstruosa mano seguía acercándose, pero mi mente se había bloqueado. No se me ocurría más que correr, alejarme de ella en lo posible, aunque ello significase tan solo dilatar mínimamente el fatal desenlace. Recuerdo que en "Carros de fuego", eso de correr suponía una victoria, aunque claro, las circunstancias eran muy distintas. Pero no encontré otra alternativa. Volví la vista y, dentro del reducido rectángulo rodeado por gruesos hierros, elegí el rincón más lejano. Corrí cuanto me permitieron los músculos, como hacía Al Pacino en "Marathon man"(1), o Correcaminos para eludir al zorro. Me sentí acorralado al llegar. Apoyé la espalda contra los barrotes y miré aterrorizado. Aquella mano enorme que parecía crecer a pasos agigantados mientras se acercaba, había engarfiado sus dedos en un gesto de amenaza, mientras una mancha parda en su palma me hacía presagiar víctimas anteriores.

De pronto una convicción tomó cuerpo en mi mente: no me cogerían vivo. Vendería muy cara mi vida. Recordé "Solo ante el peligro" y cómo Gary Cooper, lo arriesgó todo por salvarse. Y a Russell Crowe en "Gladiador", a Indiana Jones, Luc Skywalker, Pokemon, Harry el Sucio, Bola de Dragón, Walker Ranger, David contra Goliat,... y entonces ocurrió: noté que el pelo se me erizaba de rabia mientras la sucia mano se abatía sobre mí. A falta de otras armas, abrí la boca y mordí con rabia, notando que mis mandíbulas se endurecían al clavarse mis dientes afilados sobre aquél dedo gordo y enorme. El grito del niño fue espantoso y de su boca cayó una babosa chocolatina. Me asusté. Mis ojos no podían dar crédito a lo que veían. Retiró la mano aullando de dolor y corrió llorando y dando gritos, buscando a su madre.

Pensé que, aunque no pude usar una pistola o una espada, no había estado nada mal. Al fin y al cabo, soy solo un hamster.

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(1) Evidentemente, debe tratarse de un error ocasionado por el pánico, toda vez que el protagonista de esa película es Dustin Hoffman (Nota del Traductor). 

¿Año nuevo?

Su error fue lo de Año Nuevo. Creyó que significaba "nuevo" de verdad, y a la voz de "tu destino está escrito en las estrellas", decidió que no le parecía mal, pero que su acaso y su ventura estarían allí de su puño y letra. Pero cogió una escalera y no alcanzó.

Dijeron que ya hizo mal en destrozar su agenda de agravios, denostar la ciudad y mirar al campo, desatender dineros y extraviar necesidades.  Que no se puede ir por ahí pregonando felicidad, que era un exceso su alegría, soliviantando al pueblo con ideas revolucionarias, que no está el mundo para esas cosas, que tenía edad de sentar la cabeza. Pero el colmo fue la escalera y su afán de escribir en las estrellas.

Nadie dio en averiguar que las caricias de una hembra le inundaban las sentinas, que su rumbo enfilaba la bocana de sus ojos, ni que sus jarcias anudaban la tormenta de una noche de septiembre sobre su piel desnuda. Abandonó mediocres puertos de abrigo y zarpó proa al temporal, con el convencimiento de que, sin riesgo, no vería la otra orilla. Pero el colmo fue la escalera y su afán de escribir en las estrellas.

Un juez lo metió por loco. Pintó entonces corazones en su celda, emborronó la pared con poesías, coloreó amaneceres tras las rejas y encadenó las horas muertas con el rosario de sus recuerdos.

Y cumpliendo su deseo de escribir en las estrellas, murió masturbándose frente a la foto de la mujer, que le enseñaba las rodillas. 

(2002)

El cementerio

El cementerio de mi pueblo es un cementerio alegre, pequeño y florido, donde la brisa del mar, cuyas olas retumban en el acantilado al final de sus últimas cruces, juega traviesa entre el mármol de sus tumbas. Sus escasos cipreses pierden en la competencia con ficus y naranjos, mucho más abundantes por esta tierra. Como abundantes son también, entre las fosas, los gatos, especie endémica en el camposanto, y que nadie sabe (ni se atreve a imaginar) de qué se alimenta. Tiene el cementerio una zona baja donde se entierra la gente del común, y otra, elevada en altiplano, donde reposan desconocidos héroes de las campañas de Africa o de la guerra civil, al pie de grandes cruces o en el interior de panteones, con angelotes de piedra y puertas de forja. Pero más altos aún, mucho más altos, están los pisos que construyó Comisiones, asentados sobre una pelada roca que servía de amparo de ábregos vientos.

Los "pisos de Comisiones o del cementerio" fueron sorteados hace años, y a Martina le cupo en suerte el suyo en la planta décima, la última, con vistas al mar. Bueno, vistas al mar tenía el salón, que no el dormitorio, cuya ventana asomaba directamente, cien metros de caída a pico, encima del camposanto. Por clausurarlo estuvo, mudar la cama al salón y recibir las visitas en la cocina, dejando aquél para cuarto de los trastos. Pero el marido la convenció, y durmieron allí (ella diente con diente) durante algunos años. Ahora el marido no está, murió o fue por tabaco y olvidó volver, que no estamos al tanto de esas menudencias. El caso es que Martina cerró el dormitorio, clavó la puerta y armó la cama mueble en el salón. Allí desparramó las lágrimas (que no sabemos si de pena o alegría) por la ausencia del consorte, y allí recibió la visitas de consuelo o felicitación, hasta que se presentó la Pruden. Prudencia (Pruden para Martina) supo ver lo que otros no vieron, lo que Martina ni quiso ni pudo percibir. Su despejada mente hizo conocer a su amiga que no había sabido sacar provecho del ‘mirador’ sobre el cementerio. Le demostró con evidencias que era una ventaja ver y contemplar los entierros, sin tener que bajar a la calle, ni torturarse en las penas de los demás o acudir a los oficios con la lágrima fingida en el ojo. La única desventaja era la distancia, que hacía irreconocible a mucha gente de la que acudía al sepelio. Pero eso tenía remedio.

Armada con trípode y catalejo Zeiss apareció la Pruden al día siguiente. Solo hubo de esperar el evento anunciado para las cinco, las cinco en punto de la tarde. Ajustó dioptrías, enfocó al cortejo y encajó el trípode. Era un entierro corrientito, sin esplendores, anónimo, de los de caja de pino. Pero no hay reunión de dolientes en que todos sean desconocidos, al menos en mi pueblo, y Pruden encontró material suficiente para elaborar una larga crónica de cotilleos sobre inadecuadas vestimentas, hipócritas congojas o espurios rejuvenecimientos. Aplicó Martina el ojo y notó que un mundo nuevo se abría ante ella. No perdió detalle, ni siquiera cuando, al caer la noche y con el ojo yendo del verde al morado por el exceso, adivinó parejas como sombras, que tras las cruces de los mártires de la patria, coreadas por gatunos maullidos, practicaban un amor de intemperie, con el culo al aire.

Y Martina, que durante meses no había ventilado el cuarto por temor a que cadáveres eviscerados se le colasen por la ventana empujados por los vientos de poniente, o la ceniza de los héroes se le depositase en los muebles, cambió las telenovelas de la tarde y las jaurías del teletomate por la beatífica visión de los cortejos fúnebres, de los evadidos de este mundo, de los lutos de última hora fabricados a toda prisa con tintes Iberia. 

¿Qué puedo hacer?

¿Qué puedo hacer con
un candil que no me evita los tropiezos,
una Estrella Polar que sólo señala el norte,
alguien que quiero de amigo y siempre me habla de usted,
un jardín inmune a las estaciones,
el diploma marchito en la pared,
un Oriente Exprés en vía muerta,
la batuta muda de Von Karajan,
mi colección de ansiedades de color?

He de hacer limpieza en esta buhardilla,
conservar lo justo para marchar liviano,
como ese sueño que nunca invitó a dormir,
el pasaje de ida para un beso,
mi perplejidad diaria al despertar,
la memoria repleta de recuerdos,
el seguro a todo riesgo de encontrarla,...

Y las llaves, para cerrar la puerta al salir.

(2002)