El Tormes, ese aprendiz de río que apellidó al lazarillo, tiene su barco. “Ciudad de Salamanca” se llama y permanece varado entre los sauces de la orilla, de donde no se moverá jamás, convertido en cafetería flotante, despertando la mirada sorprendida del verraco que, sobre el puente romano, monta impertérrito su guardia de granito y siglos.
La ciudad dorada, milagro de la piedra de Villamayor, se mira en el río desde la falda de la colina. El huerto de Calixto y Melibea y la sorprendente Casa Lis parecen poner freno para que la catedral (catedrales, sería más preciso) no se desparrame cuesta abajo, hacia las aguas, mientras la Universidad, con su fachada de encaje y escarola se recoge, coqueta, en la placilla plagada de vítores, desde la que guarda sus puertas, ‘como decíamos ayer’, Fray Luis de León.
No hay plaza mayor como la de Salamanca. Allí parece vivir todo el mundo, a todas las horas del día. Por su arco del Corrillo fluyen turistas y estudiantes, pobres de pedir y amas de compras, loteros (¿bulderos de otros tiempos?), espadachines, ejecutivos y auditores, filósofos, inquisidores, gente de mal vivir o con la vida en otra parte, lázaros e hidalgos. Por allí entraría Unamuno, Quevedo, Góngora, Martín Gaite, el comunero Pedro Maldonado, Gabriel y Galán o el duque de Alba, que nos impide aún en la actualidad visitar el palacio de Monterrey, coto privado. Y desde la cafetería Novelty, que nos cita Chirbes en su ‘larga marcha’, sentado frente a la puerta, Torrente Ballester en perfil de bronce, contempla el bullicio de los soportales.
Y la Rúa Mayor (convertida en público pesebre), y San Pablo, Libreros, la Compañía, y… Pero espere un momento, compadre, y tenga el paso, que en aquesta fonda me han hablado de un Guijuelo que es auténtica delicia. ‘Cerdo, que sin perdón así se llama’. Esa loncha fina y casi transparente, color rubí, veteada de hilas de tocinillo, con aromas de bellota, que casi palpita con su aleteo en nuestros dedos, buscando consagrar su sabor a nuestro paladar. Y vayamos luego, que aún nos queda el palacio de Anaya, la casa de las Conchas, la Clerecía, y el palacio de Salina que según dicen construyó el obispo Fonseca para su querida, y acabó en depósito de sal. Era como si dijéramos, el único estanquero de Salamanca, pero de sal en vez de tabaco.
Se desliza la tarde por las calles salmantinas de tejados plagados de arcabuces en función de vierteaguas, mientras, siguiendo la querencia de bajar cuestas en vez de subirlas, acabamos en San Esteban, convento dominico del que dijera Pedro Antonio de Alarcón que era otra Roma, y que nos habla de Colón, Deza, el padre Vitoria o Gil de Hontañón, mientras reposamos un momento a la sombra de los cedros, los cipreses, e incluso algún pinsapo de esa zona de desahogo.
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