El jardincillo, si es que puede dársele tal nombre, no es más que una excrecencia alargada, una herida verde, en el centro del aparcamiento. Tiene unos pocos árboles en hilera, asentados sobre una base de césped en que abundan aleatorias calvas. Lo bordea un trazo de adoquines formando dientes de sierra, que supedita el diseño a la función, la de aparcar. A pesar de todo, es un jardín mimado, pues los muros que rodean la zona le protegen de caprichosos vientos, y a la vez, le permiten gozar el sol durante el día.
Antes también había gatos que haraganeaban en el césped, pero eso acabó cuando llegó la jardinera. Ahora dormitan en la explanada de cemento o la carrocería de los vehículos. Los expulsó sin remisión, como Jesús a los mercaderes del templo. Ya he dicho que es un jardín mimado.
Esta chica, alta y flaca, perennemente vestida con su mono azul, es un personaje peculiar. Y hasta entrañable, diría. Debe rondar los 30 años, y no le he visto jamás otras herramientas que una escoba y un recogedor. No usa tijeras de podar, ni guantes, ni abonos, ni otros utensilios típicos de jardín. Escoba, recogedor y sus manos, eso es todo.
La veo cada día desde la ventana, cuando comienza su jornada, parada de pie, sujetando la escoba en la que apoya la barbilla, pensativa, mirando fijamente el jardincillo. Parece meditar, o quizás entabla un mudo diálogo con las plantas, inquiriendo como pasaron la noche o averiguando sus necesidades. Recorre luego el perímetro y arranca una hierba aquí, una hoja allá, reparando cuidadosamente con sus manos los inapelables yerros del césped, irreparables por otra parte. Riega una zona, quita un hierbajo, barre un poco de tierra caída al pavimento, se arrodilla al borde para observar mejor, o levanta la mirada perdida al cielo. Todo ello de forma tan pausada que parecen escenas rodadas a cámara lenta.
La chica anda mal. Tiene un problema de coordinación en las piernas que le hace difícil la marcha. Sobre todo, arrancar. Los pies no parecen decidirse a ir en la misma dirección, titubean y se paran, hasta que tras varios intentos, inicia un incierto y torpe camino que me mantiene en vilo. Una mañana apareció, sorpresivamente, con zapatos de tacón. Y su mono de siempre. Durante un rato tuve el corazón en un puño esperando el accidentado desenlace. No sucedió, o simplemente no lo vi. Además de sus pies, alguna otra maquinaria en su cerebro no funciona correctamente. Al menos no en el sentido que el resto de los humanos entendemos por corrección.
Alguien me dijo que estaba así desde que la abandonó su marido, y ese día cambió mi apreciación y mi percepción de ella. Imaginé su sufrimiento, las cuchilladas de soledad que debió sufrir su corazón, para acabar así. El amor, ese sentimiento avasallador, esa fuerza brutal de la naturaleza humana, que es capaz de convertir a un humano en superhombre, que nos transforma en seres invencibles a la enfermedad y a la muerte, tenía esa otra cara: su ausencia repentina, la privación de la dosis diaria indispensable para vivir, puede cambiarnos en muñecos de trapo. Desde entonces, cuando la miro, me invade un enorme sentimiento de tristeza y compasión, e imaginando su dolor y su nostalgia, recuerdo aquella canción de Aznavour:
Qui frôlera tes lèvres
Et vibrant de fièvre
Surprenant ton corps
Deviendra ton maître
En y faisant naître
Un nouveau bien-être
Un autre bonheur?
(“Qui?” Charles Aznavour)