sábado, 9 de abril de 2011

Jardinerita

El jardincillo, si es que puede dársele tal nombre, no es más que una excrecencia alargada, una herida verde, en el centro del aparcamiento. Tiene unos pocos árboles en hilera, asentados sobre una base de césped en que abundan aleatorias calvas. Lo bordea un trazo de adoquines formando dientes de sierra, que supedita el diseño a la función, la de aparcar. A pesar de todo, es un jardín mimado, pues los muros que rodean la zona le protegen de caprichosos vientos, y a la vez, le permiten gozar el sol durante el día.

Antes también había gatos que haraganeaban en el césped, pero eso acabó cuando llegó la jardinera. Ahora dormitan en la explanada de cemento o la carrocería de los vehículos. Los expulsó sin remisión, como Jesús a los mercaderes del templo. Ya he dicho que es un jardín mimado.

Esta chica, alta y flaca, perennemente vestida con su mono azul, es un personaje peculiar. Y hasta entrañable, diría. Debe rondar los 30 años, y no le he visto jamás otras herramientas que una escoba y un recogedor. No usa tijeras de podar, ni guantes, ni abonos, ni otros utensilios típicos de jardín. Escoba, recogedor y sus manos, eso es todo.

La veo cada día desde la ventana, cuando comienza su jornada, parada de pie, sujetando la escoba en la que apoya la barbilla, pensativa, mirando fijamente el jardincillo. Parece meditar, o quizás entabla un mudo diálogo con las plantas, inquiriendo como pasaron la noche o averiguando sus necesidades. Recorre luego el perímetro y arranca una hierba aquí, una hoja allá, reparando cuidadosamente con sus manos los inapelables yerros del césped, irreparables por otra parte. Riega una zona, quita un hierbajo, barre un poco de tierra caída al pavimento, se arrodilla al borde para observar mejor, o levanta la mirada perdida al cielo. Todo ello de forma tan pausada que parecen escenas rodadas a cámara lenta.

La chica anda mal. Tiene un problema de coordinación en las piernas que le hace difícil la marcha. Sobre todo, arrancar. Los pies no parecen decidirse a ir en la misma dirección, titubean y se paran, hasta que tras varios intentos, inicia un incierto y torpe camino que me mantiene en vilo. Una mañana apareció, sorpresivamente, con zapatos de tacón. Y su mono de siempre. Durante un rato tuve el corazón en un puño esperando el accidentado desenlace. No sucedió, o simplemente no lo vi. Además de sus pies, alguna otra maquinaria en su cerebro no funciona correctamente. Al menos no en el sentido que el resto de los humanos entendemos por corrección.

Alguien me dijo que estaba así desde que la abandonó su marido, y ese día cambió mi apreciación y mi percepción de ella. Imaginé su sufrimiento, las cuchilladas de soledad que debió sufrir su corazón, para acabar así. El amor, ese sentimiento avasallador, esa fuerza brutal de la naturaleza humana, que es capaz de convertir a un humano en superhombre, que nos transforma en seres invencibles a la enfermedad y a la muerte, tenía esa otra cara: su ausencia repentina, la privación de la dosis diaria indispensable para vivir, puede cambiarnos en muñecos de trapo. Desde entonces, cuando la miro, me invade un enorme sentimiento de tristeza y compasión, e imaginando su dolor y su nostalgia, recuerdo aquella canción de Aznavour:

Qui frôlera tes lèvres
Et vibrant de fièvre
Surprenant ton corps
Deviendra ton maître
En y faisant naître
Un nouveau bien-être
Un autre bonheur?

(“Qui?” Charles Aznavour)

domingo, 3 de abril de 2011

"Mademoiselle Chambon"

A quien haya leído el excelente ‘Memorial del Convento’ de José Saramago, seguro que esta película le traerá a la memoria los callados (aunque no por ello menos clamorosos) amores de Siete Lunas y Siete Soles. Callados porque no existe entre ellos una sola palabra de amor, aunque se lo demuestren luego, a cada momento, de mil formas distintas.

“Mademoiselle Chambon” fue dirigida en 2009 por Stéphane Brizé, y todo en ella huele, sabe y suena a francés. Es una película en que las miradas y los silencios son mucho más clamorosos que las palabras. De hecho, si se suprime el sonido, se entenderá perfectamente, pero no al revés: si nos limitamos a escuchar solamente, no nos enteraremos de nada de lo que ocurre, aunque disfrutaremos de la estupenda banda sonora de Ghinozzi con piezas de Elgar y Vecsey, rematada por un escalofriante “Septembre (Quel joli temps)” en la voz de Barbara, que acompaña los créditos finales.

¿Y de qué va la historia? Es muy sencilla, casi sin trama: del enamoramiento entre un albañil felizmente casado y una maestra de pueblo, soltera y amante de la música, ambos perfectos en sus papeles; no he visto actor más albañil, ni maestra más sencilla y con una vida más simple.

La ocurrencia del director sí tuvo su aquél: ambos actores estaban divorciados (entre ellos) ya cuando el director los eligió para que fuesen los intérpretes.

En esta película, las miradas son el centro de la acción. Con ellas se habla, se advierte, se sospecha, se ama, se confiesa, o se arrepiente. Es como si existiesen dos historias distintas en la misma trama: la que cuentan las palabras y la que pregonan los ojos, pues ellos son los protagonistas. No los gestos, que escasean aunque sean significativos, y no las voces, que dan un aire casi anodino a la historia: los ojos son los que cuentan la película.

Dicen que las películas románticas francesas nunca acaban bien. Yo diría que esta tiene el fin ideal, aunque para muchos la historia pudiese terminar de otra forma. Y es que, además de hablar del amor, la película plantea el tema de la responsabilidad (que no me suena nada ajena), si bien asumida de forma diferente según el personaje. Pero el final no es lo importante en este caso, resuelto en escasos minutos, a través de un largo túnel de color amarillo, sino todo lo le que antecede.

No me queda más que recomendarla con entusiasmo, recordando que la mayoría de las películas excelentes, por desgracia, no figuran en ningún “top ten”.

sábado, 2 de abril de 2011

El Angel Caído


No, no es frecuente encontrar estatuas dedicadas al diablo. Independientemente de las creencias de cada cual (y las mías son nulas), resulta llamativo en nuestra cultura religiosa (incrustada a veces desde la niñez, machaconamente, a base de martillo y escoplo) hallar una representación del “mal” expuesta al público; mucho menos, que esa representación resulte mucho más atractiva que la de cualquier ángel o dios venerado o adorado por sus creyentes, de esos de manos juntas en el pecho y mirada perdida en el azul del cielo.

En el Retiro madrileño existe una fuente, situada en una plazuela que lleva por nombre Glorieta del Angel Caído, en cuyo centro hay un monumento en bronce con ese nombre. El autor de la estatua fue el madrileño Ricardo Bellver, de quien es la obra más importante, y permanece donde está desde 1885. Está inspirada en “El paraíso perdido” de Milton.

“Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado" (Milton, El paraíso perdido, canto I).

Haciendo oídos sordos a las protestas de la sociedad madrileña de la época, escandalizada ante la idea de levantar un monumento a Satanás, por iniciativa del duque Fernán Núñez, que donó la cantidad de 11.000 duros, se llevó a cabo este proyecto, sin que sirvieran de nada (menos mal) las maniobras de los sectores más retrógrados, reacios a su realización. Hubo incluso sacerdotes que llegaron a exorcizarla.

La estatua representa un ángel de color oscuro, contorsionándose y con las alas desplegadas, que quiere frenar su caída apoyándose en las rocas que le sirven de base, mientras una enorme serpiente se enrosca a su cuerpo. Personifica a Lucifer, el ángel más hermoso de la cohorte celestial, expulsado por dios del paraíso por desobedecer y rebelarse contra sus mandatos.


Existe una leyenda, según la cual, se encuentra exactamente a una altitud topográfica de 666 (la marca de la Bestia) metros sobre el nivel del mar (referenciado, tradicionalmente, a Alicante), y más de uno considera que es un “homenaje” a Lucifer. Fuere como fuere, lo cierto es que el monumento atrae no solo por sus exquisitas formas y composición, de tintes helenísticos y románticos, sino también por el componente morboso de su belleza, tanto a los que hemos pasado por allí alguna vez como un simple turista enamorado de Madrid, como a los amantes de lo esotérico, que creen ver en ella algo más que una simple estatua.

Podría decir que la forma más rápida de encontrarla es acceder por la entrada de Alfonso XII (Cuesta de Moyano arriba), pero tratándose de los bellísimos Jardines del Real Parque del Buen Retiro de Madrid ¿a quién le importa las distancias?