Y así fue que empezó a inventariar recuerdos. Partiendo del convencimiento de que lo olvidado, lo perdido entre la red alcantarillada de su memoria, jamás podría hacerlo dichoso, decidió tomar cuenta de los momentos que merecía la pena recordar, y prenderlos con chinchetas de colores sobre el acorchado tablero del presente. No existe nada como la memoria, se decía, es como el museo de la propia vida, en la que cada cual se recrea en el cuadro que más le apetece.
Cerró los ojos e intentó comenzar por el principio, por el más lejano de todos sus recuerdos, pero cayó en la cuenta de que los más remotos, aquellos de su infancia inaccesible, solo los conocía a través de la memoria prestada de los demás. Sin embargo no quería renunciar a ellos; a través de la niebla de sus muchos años, entreveía su sonrisa de chicuelo feliz frente a un espejo, la sensación de paz entre altos pinos, algún aroma reencontrado junto a la orilla del mar.
En su mente se entabló una discusión sobre el método a seguir. Si comenzaba por enfrentarse a la nebulosa de su infancia, cuando llegase al presente podrían haberse agrietado sus recuerdos más recientes. Pero si comenzaba por el final, por sus últimos recuerdos, corría el riesgo que acabar olvidando aún más los del inicio. Finalizó intuyendo que, aunque solo fuese por lógica, debía comenzar por el principio. Pero una vez de acuerdo con el método a seguir, y cuando había conseguido recolectar dos o tres de los más precoces, volvió a planteársele otra duda: si tan desmesurado esfuerzo no merecería la pena una constancia física y fehaciente, y así es como llegó a la conclusión de que usaría un sistema mixto de escritura e imagen, para plasmar sus instantes de felicidad: se haría de un fichero. Sí, corriente, convencional, con tarjetas de cartulina rayada, en el anverso de cuyas hojas plasmaría unos párrafos con la descripción de cada momento de felicidad, y al reverso, un dibujo, fotografía –si existía- o imagen alegórica, que se lo hiciese más palpable.
Y armado de éstas intenciones, se echó a la calle en busca de una tienda donde adquirir los efectos. Pero no contaba con el sol radiante de la primavera, ni con que hubiesen acabado de florecer los almendros, ni con el olor del césped recién cortado, ni mucho menos, con los ojos grises de aquella mujer. Y acabó resumiendo que aquél proyecto era cosa de inviernos, de días de lluvia, de inhóspita soledad. Y lo olvidó todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario