sábado, 12 de marzo de 2011

El pacto

Braulio sonríe feliz mirando a través de la ventana. Recuerda aún el día, ya lejano, en que se le apareció la Muerte. Fue una mañana de otoño, soleada y fría, de hace muchos, muchos años.

Se podría decir de Braulio que siempre había sido un valiente. Su vida había transcurrido como una aventura y jamás conoció enemigo que le hiciera retroceder. Solo a la Muerte tenía auténtico pánico, cosa común entre los mortales, por otra parte. Pero su miedo no era como el de los demás, como ese vago sentimiento de resignada inquietud que todos padecemos. No. Lo suyo era genuina alarma diaria, ese tipo de terror que ahuyenta el sueño, devora el equilibrio y espanta la placidez de espíritu.

Cuando llegó a la madurez y advirtió los peligros que le rodeaban, escondidos en etiquetados y atractivos envases, en sabrosos placeres o en lascivos regodeos, inició su guerra particular contra los "goces de la  carne". Le hablaron del colesterol y abandonó grasas, alcohol y sales. A continuación, el azúcar, ese enemigo que corroe los órganos y deja ciego, como Argos, a la gente. Por supuesto, el tabaco, aniquilador de pulmones, amigo del cáncer, y eso que suprimir el orgásmico goce que le proporcionaba un cigarro tras un buen café, le costó lo suyo. Pero como el café se convirtió también en mercancía prohibida, que alteraba los nervios, muerto el perro, se acabó la rabia. Aprendió a observar las etiquetas por si advertía el vocablo "transgénico" entre el laberinto engañoso y atractivo de sus mentiras. Se convirtió, en fin, en un obseso de la salubridad más completa: elaboró tan precisas instrucciones para la elaboración y condimentación de su pitanza, que traía a la esposa por la calle de la amargura. Hasta el sexo abandonó, que había oido de infartos fruto de un minuto de desmedido placer. Desertó del resto de quehaceres en virtud de un ejercicio exagerado y saludable, al que no pudo arrastrar a su media naranja, que bastante trabajo tenía con complacer las incontables manías de su consorte.

Pero todo esfuerzo tiene su premio en esta vida. Su sacrificada compañera, contra toda estadística que declara que la mujer sobrevive normalmente al marido, falleció de un hartazgo. "Estoy de tus manías -le dijo en su lecho de muerte- hasta los ovarios".

Fue a su retorno del cementerio, mientras se desayunaba su soledad por primera vez, cuando se le apareció la Muerte. La reconoció al instante, por lo que se hizo innecesario el prólogo de presentaciones.

    -¿A qué vienes? -preguntó Braulio con espanto.

Pero la Muerte lo tranquilizó. Díjole que estaba asombrada de su comportamiento, de su tesón, de su persistencia en rehuirla, en evitarla. De los sacrificios que había hecho a lo largo de su vida por escapar de ella, cuando sabía que eso era imposible. Y le ofreció un pacto: lo convertiría en inmortal, le perdonaría la vida, sería la excepción a la regla, a cambio de que mantuviese todo el interés mostrado hasta el momento por conservarla. A Braulio le costó convencerse de que no había trampa ni cartón en el ofrecimiento, pero cuando se persuadió, aceptó con regocijo, ofreciendo incluso no preocuparse de otra cosa más que de su compromiso, sin pedir a la vida nada más. Vivir, solo vivir, era lo importante, y a ese cuidado dedicaría cada minuto de su existencia.

Hace treinta y seis años de aquél pacto. Braulio ronda los noventa y ocho, y aún mantiene la memoria de aquél día como si hubiese de ayer. Sonríe tras la ventana del hospital, sentado en una silla de ruedas. Una manta cubre sus endebles piernas, mientras sus sarmentosas manos yacen sobre ella. Ya está acostumbrado al enorme y molesto dodotis que le cambian las enfermeras, tras limpiarlo cuidadosamente, varias veces al día. Su mayor, su único anhelo, ahora, es la hora de la comida y ese frasco con una papilla verdosa que debe sorber a través de la pajita, porque dientes no le quedan. Está aislado de las malas noticias, porque su vista no le permite ver la televisión, y sus oidos, ni con el sonotone, dan para atender palabras y hechos que no entiende. Es como vivir en el interior de una caracola, con el zumbido del mar dentro de la cabeza.

Aún piensa que la muerte le hizo un favor.

    -Carpe diem -dice al despertar. 

(2006)

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