sábado, 12 de marzo de 2011

Moët & Chandon

Era recurrente. Cerrar los ojos para intentar dormir y recordar aquellas largas piernas embutidas en medias negras de seda (“Wolford” decía ella), era todo uno. Con costura. Porque la costura era lo que daba el encanto a las medias. O a las piernas. A ambas cosas, qué carajo. Ese par de líneas perfectas que recorrían sus remos desde el borde de la falda para incrustarse en los altos zapatos de tacón, donde ponía sus dedos cuando empezaba a quitárselas.

A continuación, en zoom inverso, la veía sentada en la cama de cálidas sábanas y blanca cabecera ribeteada de dorados, y a sí mismo arrodillado sobre la mullida alfombra. Un camarero del RITZ entraba empujando un carrito con su fuente de ostras sobre lecho de hielo picado (nada de esas mariconadas de fresas, como en “Pretty Woman”), acompañada de una botella de champán francés (¿Moet et Chandon?, ¿Cuvee W. Brut? ¿Dom Perignon?) y dos copas del más fino cristal que hubiese visto jamás. Como las películas, sí. Un poco manido a causa del cine, pero todo el mundo debía pasar alguna noche como aquella, pensaba. Se veía a sí mismo tumbado de espaldas, observando los brocados del techo, el terciopelo de las cortinas, las litografías colgadas de la pared, mientras ella, la divina Úrsula, se daba un baño. La imaginó de nuevo, desnuda, viniendo hacia él. Lástima de las medias negras con costura, las echaba de menos. Y las almohadas de pluma de pato, mientras se le eclipsaban los párpados sin querer.

Dio un sorbo a la botella, se encasquetó hasta los ojos el gorro de sucia lana y tiró de los cartones hasta medio taparse del todo. Hacía frío y las primeras gotas de lluvia sobre la acera, le amenazaban el rostro. 

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