A quien haya leído el excelente ‘Memorial del Convento’ de José Saramago, seguro que esta película le traerá a la memoria los callados (aunque no por ello menos clamorosos) amores de Siete Lunas y Siete Soles. Callados porque no existe entre ellos una sola palabra de amor, aunque se lo demuestren luego, a cada momento, de mil formas distintas.
“Mademoiselle Chambon” fue dirigida en 2009 por Stéphane Brizé, y todo en ella huele, sabe y suena a francés. Es una película en que las miradas y los silencios son mucho más clamorosos que las palabras. De hecho, si se suprime el sonido, se entenderá perfectamente, pero no al revés: si nos limitamos a escuchar solamente, no nos enteraremos de nada de lo que ocurre, aunque disfrutaremos de la estupenda banda sonora de Ghinozzi con piezas de Elgar y Vecsey, rematada por un escalofriante “Septembre (Quel joli temps)” en la voz de Barbara, que acompaña los créditos finales.
¿Y de qué va la historia? Es muy sencilla, casi sin trama: del enamoramiento entre un albañil felizmente casado y una maestra de pueblo, soltera y amante de la música, ambos perfectos en sus papeles; no he visto actor más albañil, ni maestra más sencilla y con una vida más simple.
La ocurrencia del director sí tuvo su aquél: ambos actores estaban divorciados (entre ellos) ya cuando el director los eligió para que fuesen los intérpretes.
En esta película, las miradas son el centro de la acción. Con ellas se habla, se advierte, se sospecha, se ama, se confiesa, o se arrepiente. Es como si existiesen dos historias distintas en la misma trama: la que cuentan las palabras y la que pregonan los ojos, pues ellos son los protagonistas. No los gestos, que escasean aunque sean significativos, y no las voces, que dan un aire casi anodino a la historia: los ojos son los que cuentan la película.
Dicen que las películas románticas francesas nunca acaban bien. Yo diría que esta tiene el fin ideal, aunque para muchos la historia pudiese terminar de otra forma. Y es que, además de hablar del amor, la película plantea el tema de la responsabilidad (que no me suena nada ajena), si bien asumida de forma diferente según el personaje. Pero el final no es lo importante en este caso, resuelto en escasos minutos, a través de un largo túnel de color amarillo, sino todo lo le que antecede.
No me queda más que recomendarla con entusiasmo, recordando que la mayoría de las películas excelentes, por desgracia, no figuran en ningún “top ten”.
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